martes, octubre 04, 2011

El vídeo clandestino: dramaturgia de la resistencia.

La dictadura cubana se ha pegado de bruces con la modernidad. Enfrascada en mantener a toda costa un esquema que ya bordea el medio siglo, no ha sido lo suficientemente capaz de cerrarle todas las grietas al desarrollo tecnológico, y he aquí que algo que pudo mantenerse en secreto diez años atrás, ahora trasciende y se propaga con la misma velocidad con que viaja la información en la red de redes, aún con la poca accesibilidad y el alto nivel de bloqueos y revisiones que pasan los datos antes de entrar o salir de la isla.

Después de ver a un grupo nutrido de transeúntes apoyar a Damas de Blanco en el Capitolio, o a una masa enardecida protestar directamente frente a una estación de policía por la libertad de otras, se le hace cada vez más difícil al gobierno mantener la credibilidad de escenificaciones donde una turba – a menudo con caras repetidas y constituida por leales o simplemente ciudadanos que no tuvieron más remedio que acudir al llamado – intenta reemplazar al verdadero pueblo.

A cuentagotas, pero con gotas muy cáusticas, van llegando las imágenes del verdadero estado de opinión nacional, y del verdadero rostro de la represión cubana. El estado sigue enfrascado en su tesis de que los opositores son mercenarios al servicio del imperialismo, que son financiados por el Plan Kerry, y que sus protestas son una manera de enriquecerse. Pero las imágenes no oficiales nos muestran a opositores pobremente vestidos, con casas muy humildes que, encima, son invadidas con impunidad, y destruida la escasa propiedad al margen de cualquier ley.

Los vídeos del Maleconazo del 94 tardaron una década en ser difundidos y conocidos en el mundo. En aquellos momentos bastaba una jugarreta dramática de las autoridades y sus Brigadas de Respuesta Rápida – en esa época mayoreadas por el Contingente Blas Roca, de la construcción – para esconder las imágenes del pueblo apedreando al hotel Deauville o pidiendo libertad a gritos, y poner a unos cuantos albañiles guantanameros a dar vivas a Fidel delante de una cámara. Ahora esa cámara puede estar en un celular, o en manos de alguien que se las arreglará para romper el cerco informático y hacerlo llegar a YouTube.

Es entonces que la dramaturgia propuesta por el gobierno para mantener la imagen de conformidad popular, comienza a resquebrajarse de manera fulminante. Los vídeos insurrectos delatan a los talibanes y golpeadores, en facetas de agresión directa y sin el apoyo del vecindario. Muestran la verdadera cara de aquellos esbirros de la policía política, que de cierta manera, también empiezan a temerle a estos pocos rebeldes y a la repercusión internacional de sus excesos.

La información audiovisual todavía llega fragmentada, por rutas diversas, tal y como funciona la propia oposición cubana, esa que de tanto acoso y difamaciones aún no consigue la necesaria unidad o el alcance mediático nacional, pero sus esporádicos testimonios no dejan ya lugar a dudas.

Y siguiendo el patrón aristotélico para la poética de la tragedia, las imágenes nos muestran un conflicto en desarrollo que, inevitablemente, se irá acrecentando hasta desembocar en un clímax donde protagonistas y antagonistas tendrán que encontrar un modo de resolver sus diferencias. La singularidad de este proceso entraña una mutación de ese mismo protagonismo, pues los Castro han ido evolucionando de héroes a villanos, sus seguidores se volvieron secuaces y los gusanos contrarrevolucionarios son ahora los buenos de la película. Una larguísima película producida en 53 años y que, habiendo comenzado como El acorazado Potemkim, ya va terminando más parecida a la versión de 1984.

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