domingo, febrero 28, 2010

Punta Brava: libros al río y plegarias revolucionarias.

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Cierta buena amiga, una intelectual que aún vive en Cuba, me envió un correo donde aparece la copia en Word de una nostálgica denuncia que, luego de doce años de ocurrido el hecho, todavía sigue dando vueltas por la capital, con la resaca de su cruz a cuestas. La denuncia original – de sentido legítimo no obstante la inevitable tibieza de su reclamo – aparece en uno de esos blogs protegidos del sistema, y que, sin jamás meterse en la verdadera causa del problema, dedica varios párrafos a lamentar la falta de oídos, la falta de sensibilidad de ciertos organismos o funcionarios, básicamente fantasmales, presuntos culpables de una atrocidad cometida, hace más de una década, en contra de la Biblioteca de Punta Brava.

Punta Brava, un pueblito en las afueras de La Habana, tenía una biblioteca pública, hasta que un buen día alguien decidió cambiarla de sitio, con el cuento de que la iban a remodelar, y mandaron los libros a un local en mal estado donde tiempo después, los regentes de ese otro espacio, los compañeros de la Empresa Provincial de la Oca – es serio, familia, hay una empresa allá que se llama así – decidieron que los libros aquellos no eran sino un montón de escombros, y sin mucha complicación, los tiraron al río.

El artículo menciona la carta al periódico Granma, una carta no publicada de alguien que, aún harta de no ser escuchada, todavía confía en que esta película, alguna vez, tendrá su final feliz. Quien escribe en el blog, no obstante reproducir la denuncia, y ofrecer al lector la ilusión de que, efectivamente, en la isla es posible enfrentarse a lo mal hecho y, con mente constructiva, subsanar errores de entidades o burócratas abstractos, jamás se mete en la verdadera causa de la tragedia de dicha biblioteca, con el indolente y barbárico destino que corrieron sus libros.

Como quien no quiere buscarse que le acusen de espía del imperialismo por cantarle las cuarenta a unos cuantos descarados, o al esquema negligente que propicia cosas así en una nación que sigue nadando en el caos, pone bien rápido el parche: “Queremos dejar claro que, si hacemos eco de todos estos hechos, no es para sabotear el honor de nuestras instituciones y nuestra Revolución, si no más bien por todo lo contrario”… Ufff, estuvo cerca. Que no haya dudas de que yo no soy un mercenario al servicio de la Fundación Nacional Cubano Americana – esos que se la pasan hablando mal de nuestro proceso revolucionario, apátridas comprados por la CIA – yo no escribo en contra del gobierno, sólo en contra de… de… ¿de quién?

Un blogger castrista puede lamentarse de que florezcan establecimientos en peso convertible y que, en aquel pueblo del municipio La Lisa, los libros estén siendo reemplazados por cerveza a sobreprecio, pero lo hace guardándose muy bien de rebuscar en las causas originales del fenómeno, en el abstracto demonio que sigue manejando arbitrariamente las menguadas riquezas de su país. Eso lo hacen los traidores, no un periodista revolucionario.

Sí, es muy triste lo ocurrido hace 12 años con la biblioteca de Punta Brava, pero más triste aún es que todavía se apele, como feligrés que ruega por un milagro, a la magnanimidad de una fuerza superior que, ajena a las “atrocidades de funcionarios intermedios”, un día escuchará la oración y, con el esperado Deus ex Machine, hará justicia finalmente, en bien de la límpida sociedad mejor del mañana. Es muy triste que la culpa de todo la sigan teniendo los burócratas, y nunca el mecanismo macarrónico que crea engendros como la Empresa Provincial de la Oca, y a los propios funcionarios burocráticos que la integran. Es más lamentable aún que los pésimos tejedores de la economía cubana, los artífices de la gestión siempre coyuntural, los que fabrican ideología de la incompetencia, siempre salgan ilesos cuando de reclamaciones de esta gente se trata.

Hay quien todavía le echa la culpa a la burocracia – casi tanto como al bloqueo – de todos nuestros pesares. El crimen de arrojar libros, o cualquier otra cosa de valor, se mantendrá impune en Cuba, es más, seguirá siendo patrimonio nacional, mientras sigan existiendo corifeos del régimen disfrazando la crisis con maquillajes al estilo de la “rectificación de errores”.

Lo más curioso y simbólico de todo es que, de todos los locales disponibles en el pueblo, quienes emiten la denuncia proponen, para la eventual sede, al único local que por allá todavía está en buenas condiciones. El sitio que podría albergar a la futura biblioteca del pueblo no es otro sino la antigua funeraria de Punta Brava.

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martes, febrero 23, 2010

Una Mesa Redonda poco probable.

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Es muy poco probable que la Mesa Redonda de la Televisión Cubana, con la siempre aguerrida tropa de Randy Alonso – aguerrida al menos cuando se trata de despotricar del imperialismo y de todo aquel que piense distinto a ellos – ofrezca a la opinión nacional la noticia más triste de esta semana: la muerte de Orlando Zapata luego de 85 días en huelga de hambre.

Zapata, uno de los 75 disidentes que en la Primavera Negra del 2003 recibieran largas condenas por el delito de pensar diferente y decirlo en voz alta, se plantó en huelga de hambre en la cárcel del interior donde era considerado delincuente común, y su única demanda era justamente ser tratado como lo que era: un prisionero de conciencia. Su traslado a un hospital de reclusos en la capital, y luego al hospital Ameijeiras, no pudo nada contra el deterioro de su salud, ni a la postre con su muerte, hoy 23 de febrero, en horas de la tarde.

Amnistía Internacional lo había incluido en su lista de presos de conciencia, aunque el kafkiano sistema legal fidelista ya se las había arreglado para extender su condena inicial, de tres años, hasta 25 por cargos más frescos de desacato, desorden público y resistencia a la autoridad. No teníamos muertos en huelgas de hambre desde que el poeta Pedro Boitel falleciese en 1972, en un ayuno que también le costó la vida, pero ya saben, sólo era cuestión de esperar un poco.

La primera imagen que guardo en mi mente de una huelga de hambre no es la de Gandhi. Recuerdo la fotografía de Mella, en un libro escolar de historia, con su rostro desencajado mientras ayunaba protestando contra el tirano Machado. Entonces aprendíamos que los héroes de la Revolución pasaban por encrucijadas como esa, que para ellos el ideal de justicia estaba incluso por encima de sus vidas.

Orlando Zapata Tamayo, sin embargo, por el momento no será mostrado a los niños cubanos – ni en los libros, ni en el matutino del colegio – como un ejemplo de hombre íntegro que decide morir por la libertad y las ideas honorables.

Ni siquiera para enlodar su memoria es probable que sea citado en la Mesa Redonda de nuestro aguerrido Randy Alonso y su tropa de choque informativa.
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El testimonio desde La Habana. Algunas precisiones importantes.
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martes, febrero 16, 2010

Marianenses en Chichén Itzá.

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Por alguna razón, el reencuentro con mi única hermana, después de diez años de distancia, tuvo como epicentro el antiguo territorio maya. Ella, mi cuñado y mis dos sobrinas, botando la casa por la ventana viajaron desde Canadá hasta encontrarnos todos - también con mi esposa e hijo - en la paradisíaca Riviera Maya de Quintana Roo.

Mi cuñado quería ver pirámides y, acaso dominado por los recuerdos de una Cuba mexicanizada en el Cine del Ayer de los mediodías setenteros, también quería ver mariachis en vivo; una mezcla, en verdad, difícil de conquistar en estado puro, y si bien la primera propuesta fue pernoctar en Ciudad México, muy cerca de Teotihuacán y con muchos establecimientos con mariachis más o menos jaliscienses, al final venció el temor a los secuestros y la manada de Marianao terminó aterrizando en el aeropuerto de Cancún un cálido día cualquiera de febrero.

No creo que para alguien que en su propio país jamás soñó con pisar Cayo Coco, ni dormir así fuera una breve siesta en el Meliá de Varadero – y no por pobre sino por nacional – fuese un sueño tangible pasar unos cuantos días en un Resort de la Riviera Maya. La luna de Cancún, hasta la semana pasada, había sido para mí apenas una canción cursilona que sonaba mucho en La Habana de los ochenta.

No obstante, ni siquiera la obscena comodidad del hotel, o la playa de postal – quizás el punto más cercano a Cuba en el que hayamos estado últimamente – podría compararse con el goce espiritual de recorrer Chichén Itzá. Los mariachis nunca faltarían, tratándose de una zona turística, pero nada como un paseo por la ruta arqueológica para distender los músculos al paso despacioso de los siglos.

El antiguo imperio maya, a pocas horas de camino de la Riviera, se levantó de pronto ante nuestra vista con toda la magnificencia de sus ruinas, de sus indios vendiendo suvenires y de los dilatados años de sabiduría astronómica precolombina. Aunque comparada con la pirámide del sol, de Teotihuacán, la pirámide de Kukulcán parece más bien pequeña, tiene sin embargo el encanto de su perfección arquitectónica, de sus solsticios y equinoccios donde aparece la sombra del cuerpo de una serpiente hasta la cabeza de ídem posada en la base, y al menos para una mermada capacidad de asombro como la mía, pocas cosas hay como el efecto acústico portentoso que hace sonar un canto de quetzal cuando se pegan palmadas delante de sus escalinatas.

La familia marianense se coló asimismo, junto con la oleada de turistas de piernas y caras pálidas, en el Juego de Pelota – el Tachtli donde al final se sacrificaba al campeón como un premio inconmensurable – sin dejar de plasmar constancia gráfica del Templo de las Mil Columnas, el Observatorio o el Cenote Sagrado. Todo un compendio de imágenes y sensaciones que hasta el momento habían sido sólo patrimonio de la imaginación, de las estampas en los libros y los cuentos de gente conocida que ya había tenido el privilegio de pisar aquellas hectáreas de tierra sagrada.

Muy pocos lugares del mundo, además, habrían sido tan buenos como este para disfrutar el reencuentro entre parientes separados tanto tiempo por la política y los caprichos de su gobierno. La espiritualidad de Chichén Itzá nos devolvía una buena parte de la casi perdida fe en la razón humana, que es también la fe en la libertad y en el amor filial.
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Es como si, después de palmotear delante de la pirámide, y escuchar con arrobo el misterioso canto del quetzal, uno llegase a creer que todo es posible, que no es quimera imaginar que un día de solsticio o equinoccio pudiera crecer el cuerpo de una serpiente sobre el mar Caribe, y todos pudiésemos llegar así hasta La Habana, a festejar los seculares lazos de sangre con el resto de la familia marianense.
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