miércoles, abril 29, 2009

¡JAMA!

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Cualquier cubano recuerda aquella escena de la película Clandestinos, de Fernando Pérez, cuando Isabelita y Susana irrumpen en el show de televisión Reina por un día, y delante de las cámaras en vivo de CMQ sueltan una parrafada subversiva que, muy a pesar de la dictadura batistiana, se propagaría hasta cualquier televisor de la isla. La escena, como tantas otras del filme, estaba inspirada en un hecho real de la lucha contra el tirano, y reconstruía el arrojo de personas que se expusieron ante una cámara para desafiar al dictador y cantar las verdades que la pantalla jamás pondría por sí sola.

Ahora me acaba de llegar el link de un vídeo que, mientras le da la vuelta al mundo, de una computadora de cubano a otra, a través de youtube, me hace recordar a aquel evento clásico de la clandestinidad.

No es Isabel Santos sino un negrito vernacular, un borrachín de El Vedado, desbordante de filosofía barriotera, de la sabiduría del agro y la piloto vecinal, quien irrumpe ante la cámara de televisión, en la entrevista callejera de un programa musical (¿Piso 6? ¿23 y M? ¿Making-off de disco rap?), para echar a perder la toma. Al tópico del reguetón de moda se le atraviesa el espontáneo decidor de la verdad sin cortapisas. En medio del tema de los modernos “reyes por un día”, un luchador (entiéndase “lucha” en la acepción popular cubana actual, o sea, “supervivencia”), se atreve a reclamar su más cara necesidad: ¡Jama! ¡Iria!, o sea, ¡comida!... Pánfilo (según se dice, un alcoholizado ex-miembro de tropas especiales, otrora soldado ejemplar, o según otros, técnico en la Flota Cubana de Pesca, que recorrió el mundo y perdió el trabajo justamente por decir cosas como esa, hijo de Bertha y morador de 3ra entre C y D), no es un héroe del clandestinaje, es un humilde curda que, en medio de su delirio, destapó ante una cámara oficial todo lo que tenía por dentro. No es el personaje de Luis Alberto García, pero eso sí, por unos segundos filtró, a través de su voz aguardientosa, el sentir de su país.

La toma virgen, esa que nunca va a salir al aire, le está dando la vuelta al mundo. Pánfilo no interrumpió un programa en vivo, y probablemente las autoridades tampoco tomen en serio las palabras de un pobre borracho, pero su reclamo se está viendo en todas partes, al menos en cada sitio donde llegue el youtube.

Debería tener su propia película de Fernando Pérez.

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Pánfilo en el vídeo que recorre el mundo.





Lo que falta, un inquietante remix del video original, en reguetón, hecho por Dj Sarracent (sobrino nieto del célebre cantante César Sarracent), e "interpretado" por el propio Pánfilo.
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Para bajar el tema original en MP3, archivo de sonido, el enlace es: http://www.megaupload.com/?d=YUG647BV
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Memorias del Subdesarrollo V. Nunca tuvimos subway.

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Nosotros nunca tuvimos subway. Cuando éramos educandos de la Unión Soviética se habló de planes para construir un metro habanero. En el 78, tiempo de activa propaganda en espera del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, la prensa dio detalles muy optimistas acerca de una red futura de líneas subterráneas, y las obras comenzaron a ojos vista, pero al final todo quedó en agua de borrajas. Dicen unos que por la caída del campo socialista y la pérdida de toda subvención, dicen otros que el proyecto nunca fue serio, que se trató de una cortina de humo para fabricar túneles antibombas en una época de paranoia con los SR-71 – la teoría se sustenta en que incluso hoy pueden verse los respiraderos construidos, y son demasiado pequeños para un metro – y no falta quien achaca el fiasco a una mala exploración geológica, y a la ulterior inviabilidad del proyecto debido al duro subsuelo habanero.

En cualquier caso nos quedamos sin nuestro tren subterráneo. Por unos años nos las arreglamos con las guaguas convencionales, sin que a nadie se le ocurriese la posibilidad de un metro aéreo como el Miami Trail en una ciudad que, aún sin expandirse, aumentaba su población a pasos impublicables.

Claro que, al pegar duro la crisis de los noventa, y bajar hasta un 75 % el parque de ómnibus capitalinos, alguien tuvo que ponerse a barajar alternativas, y nació el más pintoresco y monstruoso engendro del transporte nacional en toda su historia: el camello.

Eufemísticamente llamado Metrobús, en la práctica era – o es – un tráiler donde, bien apretados, cabrían unas trescientas personas. El “camello” con sus jorobas de metal sirvió para aliviar el desplazamiento de gente humilde y no tan humilde, al principio con un modesto pasaje de veinte centavos. Luego fue mutando hasta convertirse en un mal necesario conque moverse por las arterias habaneras, el monstruo que esperabas durante horas bajo el sol impúdico del verano y que de alguna manera helenística te tragaba, junto con otros cientos de viandantes, en una argamasa de axilas sudorosas, aire hirviente y carteristas profesionales que surfeaban con total impunidad en torno a tus pelados bolsillos.

La primera parada del camello podía volverse una batalla campal, empujones, golpes sin origen definido, muchachos de secundaria trepando por las ventanas… pero el resto del recorrido dejaba chiquita a cualquier aventura de Indiana Jones. No olvidaré jamás aquella tarde en la que me encontré, dentro de un camello M-4, con uno de los directores de cine más prestigiosos del país. Iba a cubrir el tramo entre Coppelia y el ICAIC, es decir, una veintena de cuadras desde La Rampa hasta 23 y 12, pero sólo pudo bajarse mucho más allá, pasado el puente Almendares, debido a una bronca tumultuaria que taponeó la puerta de salida, una pelea que había empezado, según supe después, por una señora que le entró a carterazos a un tipo que, aparentemente, se había apoyado en su prominente busto, y que en verdad sólo estaba perdiendo el conocimiento y sosteniéndose en pie como podía. La señora del desmayado respondió con verdadero ahínco a la agresión y a partir de ese momento los gaznatones volaron en todas direcciones, volviendo el vientre del camello en una tribuna de hooligans.

Años más tarde conté esta historia en una ciudad extranjera, y alguien me hizo una pregunta que me conmovió, sobre todo porque hasta ese momento no había reparado en su significado. Me dijeron: “¿…y qué hacía montado en esa cosa uno de los directores de cine más prestigiosos de tu país?

Hubiera querido decir que estaba recopilando experiencias para un futuro proyecto fílmico, dejando su carro en casa para contactar con la gente del pueblo, pero habría sido deshonesto. Así que sólo atiné a contestar: “Imagínate… nunca tuvimos subway”.


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¿Quién dice que el comandante jamás se ha subido a un camello?

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domingo, abril 26, 2009

Silvio en el muro

Este blog existe porque Camilo Venegas, amigo de los años, escritor y poeta, me dio cuerda hace un par de semanas para que me uniese a la familia bloggera cubana. Camilo está subiendo textos a su blog desde el 2006, y casi me avergüenza que haya tenido la gentileza de sumar a sus links este blog mío que apenas tiene unos cuantos días, ni siquiera muy literario o de pujante compromiso político, y que hasta me sugiriese un tema muy especial para memorizar y compartir.

El caso es que esta mañana en Facebook, justo en el muro de mi viejo amigo, se desató una amistosa bronca en relación con Silvio Rodríguez. Silvio, ese ícono de nuestra generación, fue el primer tema de conversación que tuvimos Camilo y yo cuando nos conocimos en la escuela de arte, en una época ochentera en la que aún el trovador no había cantado El Necio en el congreso del PCC, y ahora, pasados los veinte años, se volvía una polémica de matices totalmente opuestos.

Es imposible olvidar aquellas noches en que algún mecanismo cultural colocaba una tarima, con luces sobre andamios, delante de Artes Plásticas, para que actuaran Silvio, Pablo, Afrocuba y Vitier, y nosotros, entre cientos de otros muchachos, abrazados en largas cadenas de brazos sobre hombros, coreábamos emocionados, casi elevándonos sobre el cielo estrellado de Cubanacán, aquello de “un helado gigaaaaaanteeee…”. Cómo olvidar la voz finita de Maylé, la delgadita novia de Camilo en ese entonces, gritando “¡Bravo por Vitieeeeer!”, que también el maestro José María se merecía, cómo no, su parte de los aplausos estudiantiles.

Años atrás, cuando estudiaba en el pre de Marianao, vi de cerca a Silvio por primera vez, cuando hasta su casa – en aquel entonces un modesto apartamento en el que ni se sabe cuántas canciones brillantes habrán emergido – me llevaron los amigos mutuos de San Alejandro (escuela de artes plásticas que estaba muy próxima a mi pre), para demostrarme con hechos palpables las razones de que en la vida había algo más que Roberto Carlos o los Bee Gees. Silvio estaba de buen humor, creo que por el aprecio que sentía hacia aquellos jóvenes pintores, siendo él mismo parte espiritual del gremio plástico. Luego aprendí que no siempre sería igual, que el genio era bastante majadero y que se volverían leyenda pública su carácter cambiante y sus salidas caprichosas.

Si bien era cierto que desde que nací había escuchado en cualquier parte aquellas melodías con letras extrañas, asociadas casi siempre a los valores de la Revolución, en aquel momento supe, casi en susurro, que Silvio había sido perseguido en los setenta, que de no ser por Haydée Santamaría a lo mejor estuviese preso, que había tenido un programa en televisión que cerró un tal Papito nosequé, comandante a cargo del ICR, por diversionismo ideológico, que lo habían castigado cuando, en Varadero 70 cantó Resumen de Noticias, y que tenía canciones de las que nunca se hablaba, como Los cazabrujas de Dores y Jerusalén año cero. Nada de eso me importó demasiado, y me di por satisfecho al regresar a mi casa con mi acetato Rabo de Nube firmado por el autor.

Íbamos a verlo a lugares pequeños como la Casa de las Américas o el reducido anfiteatro del Parque Almendares, sitios que no siempre se llenaban del todo, pero que bullían de seguidores selectos que coreaban cada canción y hasta le recordaban letras que él mismo, entre tantos cientos de temas ya compuestos, ni siquiera podía recordar bien, hasta que un buen día pasaron en la televisión nacional algunos videos que mostraban como Silvio y Pablo llenaban estadios en Sudamérica, y nuestros compatriotas, ni cortos ni perezosos, también se animaron a desbordarle los espacios a sus trovadores más emblemáticos.

Los años previos a la caída de aquel muro alemán también transitaron pletóricos con cada nuevo disco de Silvio, de conciertos en el ISA o la escalinata de la universidad. Cada vez iba quedando menos de aquel trovador candidato a la UMAP, un Silvio que dejó de montar guaguas para siempre y una noche, en un concierto en pleno Karl Marx, anunció que cantaría Jerusalén año Cero, y para sorpresa de muchos, dijo algo como: “Tengo una canción de la cual se ha dicho que estaba prohibida, yo voy a demostrar que no sólo eso es falso, sino que la voy a cantar aquí ahora…”

Para entonces ya había salido el mamotreto Fidel y la Religión, de Frey Betto, y ya no era un problema cantarle a Jesucristo en Cuba. Mi reacción, allá arriba en el segundo balcón del teatro, fue pedirle también que cantara Los cazabrujas de Dores, pero antes de ponerme a gritar intuí que para ello habría sido necesario otro libelo de Frey Betto acerca de la solidaridad del comandante con los artistas e intelectuales perseguidos y marginados de los setenta.

Para cuando Silvio cantó El Necio a los compañeros del partido, sin lograr entender de cuál parte de su vida hablaba cuando decía “yo me muero como viví”, ya comenzábamos a asimilar que una obra descomunal de inigualables canciones se estaba terminando para dar paso a una creación apagada, irresoluta, apenas empujada de vez en cuando por el rescate de viejos temas inéditos.

Nuestro Silvio había sido baleado como John Lennon, ultimado en su cuerpo físico, para que nuestra mente lo salvara en su más universal dimensión. El impostor, el doble de Silvio que hoy maneja su auto de lujo por La Habana no es aquel que creó arte, música y filosofía en los años de su renegada juventud, aquel que subrayaba “la importante tarea de los perseguidores de cualquier nacimiento” y se mofaba de los cazadores que “sueñan con un planeta de brujas por quemar”.

Silvio, impactado en el muro de Facebook de Camilo Venegas, esta mañana tuvo un debate del cual nunca va a enterarse. Siempre hubo quien lo hubiese linchado de buena gana. Yo sigo pensando que no vale la pena linchar a quien ya ha muerto. Y a los muertos hay que respetarlos, máxime cuando en vida levantaron una obra mastodóntica, una obra que nos va a sobrevivir a todos, por los siglos de los siglos.

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Silvio, vivito y coleando aún, cantando Con diez años de menos, en
compañía de Pablo.

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Hace pocos días, el doble de Silvio en el Karl Marx, durante una presentación de La Colmenita, donde actúa su pequeña hija Malva. Dicen que su carácter se ha dulcificado mucho, gracias a ella, los últimos tiempos.

jueves, abril 23, 2009

Memorias del Subdesarrollo IV. Pueblo bicicletal.

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Cuando Virgilio Piñera escribió su cuento Concilio y Discurso todavía la Revolución del 59 estaba lejos. No obstante, siendo el profeta que era – adelantado a su época como cuando escribió Falsa Alarma con dos años de anticipación al Teatro del Absurdo europeo, o una novela posmoderna como La Carne de René apenas en los cincuenta – alcanzó a visualizar y describir, con erizante precisión, el futuro diluvio de bicicletas en Cuba, mediante un “pueblo bicicletal” que pedaleaba formando una masa de bicicleteros a la que el protagonista se sumaba, luego de haber recibido invitación expresa del Papa.

También Virgilio en aquel cuento hablaba de dos potencias que dominaban al mundo, con nombres tan parecidos como OPEPAF y OPIFAF, y que aún siendo antagónicas entre sí, tanto se parecían que terminaron fundiéndose en una sola fuerza de poder mundial. Rara coincidencia que justo cuando, años después de la muerte del dramaturgo mayor, las dos potencias que dominaban al mundo también terminaron fusionándose, dejando tras de sí a unos cuantos alemanes derribando un muro, y varios millones de cubanos metidos de lleno en el arte de la velocipedia.

Usé por mucho tiempo una bicicleta rusa, aquella azul que me vendieron muy barata en el Instituto, un poco antes de que arribara a la isla el primer contenedor con las Forever asiáticas. En mi chivo celeste recorría la ciudad a diario, y pedaleaba distancias que hoy sólo de pensarlo me crispo.

Sabina cuenta en una canción sobre La Habana: “…y en cada bicicleta caben tres”, algo que seguramente presenció con el asombro real maravilloso de quienes llegaban a la ciudad desnutrida de los noventa y retornaban alucinados a contar cómo los cubanos sobrevivían con siete huevos al mes. Quizás no alcanzó a ver como, en algunas ocasiones, podían caber hasta seis personas, entre niños y adultos cuidadosamente distribuidos, en una 28 china.

El pueblo bicicletal surgió por obra y gracia de la crisis. La ciudad recibió a los nuevos donantes de órganos vitales, los millones de choferes inexpertos que cada día entregaban sacrificios humanos a las ruedas de guaguas y camiones.

Un mismo día de enero, cierto vecino de mi barrio fue arrastrado media cuadra por el panel de una corporación, dejándole el rostro irreconocible, y un amigo del ISA fue llevado a la estación por presunto asalto de banco. Mi vecino subía la extenuante loma de la avenida 41 cuando la van surgió de la nada, a exceso de velocidad, y lo desmembró en pocos segundos. Mi amigo del ISA estudiaba canto, y preservaba sus cuerdas vocales en la fresca mañana invernal, viajando en su bicicleta con la cara y cuello cubiertos por un pasamontañas. Los dos policías de un patrullero lo detuvieron, esposaron y condujeron a la estación, convencidos de que algún banco por los alrededores había sido asaltado por el enmascarado, ese jovencito habanero que, ingeniosamente, habría usado como vehículo de escape a su veloz Forever Bicycle.

El maestro Piñera, con toda seguridad, sonreía desde las alturas.

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Aprieta el c... y dale a los pedales
Óleo sobre lienzo de Blanco Lozano.

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viernes, abril 17, 2009

Memorias del Subdesarrollo III. La Mansión de Bao.

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Todo el mundo en Cuba veía ¿Jura decir la verdad? (así escrito casi parece una pregunta, pero es que el nombre del show era en sí mismo una frase entre signos de interrogación), aquel remake de La Tremenda Corte que vino a llenar un vacío en el humorismo de la televisión y desató, junto con el Mentepollo de Carlitos Gonzalvo, un mazo de chistes contestatarios en la televisión nacional que ya no hubo manera de detener.

El grueso de los guiones correspondió a Baudilio Espinosa, quien a su vez encarnaba el personaje del profesor Pepe Rillo. Entre los muchos chistes internos que se manejaban en los programas – y que a veces la gente se reía sólo de verlos reír a ellos, sin saber de qué carajo estaban hablando – estaba uno relativo a que el Profesor vivía en una bañadera. Muchos chistes se tejieron con la bañadera del profe – además de otros, no menos personales, con la casa en Marianao de Chivichana que se le estaba cayendo encima, el hijo majadero de Marieta, o la condición tunera del cabo Pantera – pero pocos podían imaginar que el Profesor Pepe Rillo, es decir, el actor y escritor Baudilio Espinosa, vivía, en la vida real, dentro de una bañadera.

Bao llegó a La Habana procedente de Villa Clara, donde se hizo filólogo y fundador del grupo La Leña del Humor. Su hogar habanero por varios años estuvo enclavado en una especie de solar, de esos solares light que pueblan El Vedado, en la calle Línea, muy cerca del Mella, o más bien, casi colindante con las ruinas del cine Elpidio Valdés, y si bien quedaba en lugar envidiable, muy céntrico, en la concreta su residencia no medía más de 3 X 1.5 metros, o lo que es lo mismo, la superficie de un baño común de cualquier casa normal. Y es que su espacio de morada había sido, justamente, uno de los baños de aquella casona de Línea, devenida en solar.

No cabían adentro más de tres personas al mismo tiempo. Al fondo, donde antes hubo una tina, estaba su cama personal, elevada como una litera, para dormir él y su compañera, la actriz y guionista Yoanka Navarro. Un televisor pequeño en atril sobre los pies del lecho, y debajo de este, la computadora con una silla y un ventilador. A ambos lados, apretaditos, modelos enanos de cocina, refrigerador y fregadero. Junto a la puerta, en un espacio triangular, casi con el área de un cartabón escolar, con puerta de corredera estaba el baño, o sea, un inodoro y una ducha muy íntimos entre sí.

Así vivió por larguísimo tiempo uno de los escritores de comedia de televisión más relevantes de los últimos tiempos en la isla, además de actor en un show que devino el más popular en toda la historia de la televisión, con un rating apabullante.Y lo más gracioso de todo es como la gente ignoraba que, cuando se hacían chistes acerca de que el Profesor Pepe Rillo vivía en una bañadera, aquello no era más que la pura verdad.
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Fragmento de uno de los programas de ¿Jura decir la verdad?
Uno que aunque no fue escrito por Bao, sino por Wichy García,
contiene una escena donde se hace un chiste cruel con su bañadera.
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miércoles, abril 15, 2009

Memorias del Subdesarrollo II. Casándose.

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Casarse en La Habana es como ganarse un premio, como cuando un machetero conseguía su fin de semana en Varadero - después de trabajar cinco años como un mulo y por fin convertirse en Héroe Nacional del Trabajo, para comprobar que le tocaba una pequeña casita de una habitación, a varias cuadras de la playa, para él y sus siete parientes, cuando a diez metros de la orilla del mar estaba el boungalow que cada fin de semana tenía a su disposición el viceministro, el mismo viceministro que le había entregado el estímulo en solemne acto -, casarse en La Habana es como tener permiso para ser, por unos días, extranjero.

Mi mujer ya tenía ocho meses de embarazo cuando decidimos legalizar nuestra relación. No porque pensáramos que el bebé debía nacer bajo el santo estatus del matrimonio, sino porque - además de sabernos casados in situ desde hacía bastante rato, y sentirnos yin y yang con o sin legalización - necesitábamos dinero, y con una boda, resolveríamos algunas cajas de cerveza para venderlas a los borrachines del barrio. Digamos que el plan no parecía nada malo, a no ser por el aviso, ya un poco tarde, de que las asignaciones de cerveza para bodas tenían un retraso de tres meses. O sea, si de verdad fuésemos a hacer fiesta dependiendo de las cajas de cerveza que nos daban por la libreta, tendríamos que esperar tres meses luego de firmar, para celebrarlo. Un pequeño cálculo adicional nos resultaba en que, pasados tres meses a partir de la fecha, el bebé tendría ya dos de vida, y ciertamente, quienes han tenido bebés saben que en los primeros meses de sus adorables vidas uno no tiene muchas ganas de festejar, más bien de dormir varias horas seguidas.

Pero ya el daño estaba hecho, y la primera firma te comprometía al turno en la oficina de turismo, donde recibirías el gran honor de poder entrar y dormir en un hotel cubano, y todo pagado en moneda nacional, con una tarjeta de crédito que mágicamente convertía tus escuálidos pesos m/n en flamantes chavitos.

Mi vecino de enfrente, casado un par de años antes, me daba las instrucciones con el sentido filosófico conque un masón como él podía instruir a un profano como yo:

- Mira, mi yunta, te van a poner una lista con los hoteles que hay disponibles. Si te cae un turno tarde, te jodiste, pero si te toca tempranito, a lo mejor hasta te cae el Nacional, o uno de la playa - sus ojos parecían rememorar los tres días que pasó en el hotel Marazul, en Santamaría - tú no eres curda, así que te va a durar cantidad el crédito. Vas a ver como el último día vas a venir cargáo pa' la casa, hasta con leche pa' que tome tu mujer que ya va a estar lactando.

Sabias palabras. Pero el día de la cita en la oficina de turismo, mi mujer y yo fuimos con la mente puesta en algo que no costase más de quinientos pesos, que era lo único que teníamos destinado a nuestro placer personal. Por eso escogimos el Hotel Colina, en medio de la ciudad, sin piscina, medio lleno de venezolanos de la Operación Milagro, pero con una habitación climatizada, agua caliente en el baño y un televisorcito con algo más de veinte canales. Lo mejor, la tarjeta de crédito en la que, por una vez en la vida, nuestro dinero parecía valer algo.

Ni siquiera el inconveniente de tener junto a la cama un retrato muy feo de Navarro Luna - probablemente la administración del hotel hizo negocio con algún pésimo pintor para decorar las habitaciones y de paso, buscarse todos algo adicional - con los ojos inquisidores del poeta manzanillero siguiendo nuestro desempeño marital, ni siquiera eso pudo impedir que disfrutase de mi CNN, mis programitas y mi ducha caliente mientras duraron los tres días de aquella luna de miel.

Para complacerla a ella, hicimos todas las gestiones en el Palacio de los Matrimonios de El Vedado. Aunque lejos de nuestra casa - es decir, de la casa de mis padres - en Marianao, el palacio estaba muy cerca de nuestro trabajo, y tenía a su favor aquella aureola de dignidad que parece tener todo lo que venga de por aquella zona. Una vieja casona aristocrática cuya elevación, allá detrás del hotel Habana Libre, se presentaba como un buen augurio para comenzar un matrimonio.

Tampoco contábamos con el deterioro del sagrado templo. Un cartel recibía a contrayentes e invitados, dando la bienvenida al sitio de sus sueños - al menos del sueño de mi mujer que, aún a pesar de su enorme barriga de ocho meses, se las arregló para alquilar un bonito traje de novia - con un letrero incrustado sobre una puerta podrida, a modo de frontispicio para el palacio de los matrimonios con más caché en toda La Habana. Adentro se podía apreciar a la antigua figura de porcelana que representaba a dos enamorados. A la novia le faltaba el brazo izquierdo.

Al menos la boda en sí fue en extremo divertida, y las bromas acerca de la barriga de mi mujer - ahora mi esposa - me recordaron que la cubanía tiene mucho que ver con darle una patada a las contrariedades de la vida mientras se cuenta un chiste.

Tres meses más tarde, vendimos las tres cajas de cerveza y lo ganado nos alcanzó comprar un tibor y un paquete de pañales desechables.


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Antiguo Hotel Colina, actual Hotel Olina


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Antiguo Hotel Capri, actual Hotel Apri.


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Memorias del Subdesarrollo I. Festivaleando.

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En mi época de estudiante todavía teníamos la suerte de recibir gafetes para el festival de Cine. En el ISA nos repartían a cada uno la credencial de invitado con la que nos paseábamos orgullosos por La Rampa, entrábamos y salíamos de los cines como en una competencia a ver quién veía más películas, divididos en pequeños grupos según las amistades más afines.
Con el periodiquito de la cartelera en la mano, tachábamos lo visto, y marcábamos lo que faltaba por ver. A menudo se nos juntaban dos buenas a la misma hora (una sensación que sólo volví a experimentar cuando tuve más de cien canales en mi TV), pero qué remedio, había que elaborar de nuevo la estrategia y salir corriendo del Yara para el Lido, a ver si llegábamos a tiempo para la última tanda en Marianao.

Nos encontrábamos para conferenciar en el Coppelia, en La Pelota o en la parada frente al Capitolio, y nos dábamos las coordenadas de lo que valía la pena ver, o el aviso de lo que, de ninguna manera, podía entrar a verse.

- ¿Qué tal la de Subiela?
- Buenísima, mejor que la del año pasado.
- No le hagas caso a este. Está más esnobista que la del año pasado.
- Mentira, está volaísima.
- Bueno, bueno, pero no se vayan a meter a ver la peruana de las once y media en el Chaplin, que está en quechua, tremendo clavo.
- Tú eres un colonizado. Que esté en quechua no quiere decir que esté mala.
- Pero ¿está buena o no está buena?
- Mira chico, está... ¡en quechua!...

El festival de cine era una fiesta, un carnaval. Teníamos vacaciones en la facultad y todo el día para verlo todo. Llegábamos a los cines a las diez de la mañana y nos íbamos a casa, o al albergue del instituto, pasada la medianoche. Era como una sobredosis de cine latinoamericano que sólo se compensaba con las muestras de cine de otras partes, Alemania, Suecia, España... cualquier muestra venía bien en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano aunque no fuera ni joven ni latinoamericana.
Hacía más frío en La Habana por aquellos diciembres. Lo sé porque en los últimos festivales a los que asistí ya no había nadie con abrigos, boinas o bufandas de esas muy chic que esperaban pacientemente en alguna gaveta durante once meses hasta que por fin, en el Festival de Cine, el bohemio estudiante de arte tenía el chance de lucir una imagen algo más europea. Nos poníamos abrigos en el festival de cine, y lucíamos encantadores.
Los años ochenta eran más generosos con la economía del estudiante. Años más tarde dejaron de regalar credenciales a los alumnos, y se quedaba fuera quien no fuese estrictamente participante, jurado o invitado especial del evento, pariente, amigo o amante de los que elaboraban el pase permanente.
Creció entonces el arte de la falsificación. Al principio era simple, un cartoncito que cualquier estudiante de plástica podía replicar, con el simple logo del coralito con rayas horizontales, una foto de carné y cualquier plástico sobrante de cualquier solapín de asamblea de balance. En la época en que comenzaban a aparecer las computadoras, llegamos hasta el Instituto Superior de Diseño Industrial para imprimir, con ayuda de un buen amigo, el nombre y el carnet de identidad de tres o cuatro desgafeteados, con la misma fuente, la letrica exacta, que tenían las computadoras MS-DOS del ICAIC.
Luego se puso la cosa más difícil, porque para no tener que dar pases gratis, fáciles de falsificar, empezaron a gastar mucho más presupuesto en unas credenciales muy sofisticadas, con transparencias y relieves como los billetes. No nos dejaban más camino que colarnos un montón de gente con la misma credencial original. ¿Cómo lo hacíamos?... Sencillo: Entran dos con credenciales originales, casi siempre prestadas por terceros. Uno de ellos regresa al portal del cine con las dos credenciales, la da a alguien más, y pasan ambos. Ya hay tres adentro sólo con dos credenciales. Pero la jugada se repite, sale el último con los dos mismos gafetes, y otro más se lo cuelga al cuello para pasar adentro. Y así hasta completar, a veces, quince o veinte colados.
La suerte era que no siempre las credenciales llevaban foto, con lo cual apenas bastaba entrar con "actitud de participante", y en el tumulto del público pocas veces algún vigilante se tomaba el trabajo de confrontar el nombre, o darse cuenta de que diez personas de diferente sexo, rostro y raza habían entrado con el gafete de mi amiga austríaca Erika Müller.
Eran hermosos años aquellos de no tanta hambre de comida y sí mucha hambre de cultura.
Pasó el dosmil con su carga de atentados árabes, guerra y crisis económicas, y el Festival de Cine de La Habana perdió su toque de bohemia.
Los estudiantes del ISA perdían la competencia con los de la Universidad, que siempre estuvieron más cerca del circuito de cines, y ya no entraban a las diez de la mañana para salir a las doce de la noche. Una película o dos, si acaso, que la cola está de madre y las dos invitaciones que conseguí no las voy a malgastar en cualquier cosa.
Quizás ya no acontecen fenómenos como cuando se estrenó Hombre mirando al sudeste, que el público se levantó a aplaudir y a gritar ¡bravo! en medio de la proyección, en la escena en que los locos del manicomio se sublevaban mientras Rantés dirigía la Oda a la Alegría con la Sinfónica de Buenos Aires.
No sé si en los últimos años habrá mejorado el alma del festival de cine. El último en el que estuve, si bien conservaba sus largas colas, ya no era un carnaval. Ya no era una fiesta.
Ya no podían colarse los estudiantes en la piscina del Hotel Nacional y conversar con Herval Rossano, Darío Grandinetti o Susú Pecoraro como si fuesen viejos conocidos, ya no era tan fácil ir de un cine a otro, ni aguantar la noche entera con un cucurucho de maní en el estómago.
Eso sí, la música tema del festival, esa que por tantos años ha sido el preámbulo de cada proyección, en cada sala cinematográfica de diciembre en La Habana, todavía es capaz de endulzar con su melancolía el corazón de quienes alguna vez vivimos la experiencia de ser intensos festivaleros invernales.

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