miércoles, octubre 28, 2009

Camilo, compañero de la vanguardia.

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La gracia les costó sanción a la presentadora y director de un popular programa televisivo de los noventa, cuando, en épocas en que estaba prohibido decir “señor”, a favor del igualitario “compañero” – y siguiendo al pie de la letra la orden bajada desde la presidencia del ICRT –, en un mismo show se habló de la excelsa Elena Burke como “la compañera sentimiento”, y rememorando la fecha en que desapareció Camilo Cienfuegos, lo catalogaron como “el compañero de la vanguardia”.

Camilo, señor de la… perdón, compañero de la vanguardia, hoy recibe un homenaje espectacular en la Plaza de la Revolución. Han develado una imagen suya en la fachada del Ministerio de la Informática y las Comunicaciones, muy similar en textura y a poca distancia de otra, aquella de su amigo el Che Guevara que estampa la gigantesca pared del Ministerio del Interior desde el año 83.

La idea parece salida de la cabeza de Ramiro Valdés, por dos razones: una, ha sido puesta en el ministerio que él mismo dirige, y otra: el letrero escogido como pie de la imagen, si bien es una frase de Camilo Cienfuegos, no se trata de algo espontáneo como cuando expresara: “De rodillas nos pondremos una vez…”, sino la salida a una pregunta capciosa del comandante, durante un discurso – “¿Voy bien, Camilo?” – y que no podía tener otra respuesta sino: “Vas bien, Fidel”.

Visto de esa manera, no parece tanto un homenaje al guerrillero extraviado en circunstancias extrañas, sino más bien un acto adulón, un guiño exaltado a la personalidad de Fidel Castro, desde la perspectiva complaciente de alguien muy cercano, en este caso, un ministro que además, resulta ser vicepresidente del Consejo de Estado y rígido propagador e innovador de las coercitivas reglas fidelistas.

Mientras la imagen del Che lleva apenas la reproducción de su casi infantil rúbrica, en la de Camilo no aparece siquiera el clásico Kmilo 100 fuegos bromista conque solía firmar sus cartas, sino la frase que habrá de servir de eterna celebración a la obra del comandante en jefe - dicha además por alguien fallecido en el mismo primer año de la revolución y que por tan contundente razón no tendría manera de saber si ese "vas bien" seguiría vigente después de medio siglo -, un irrespetuoso desvío de atención respecto a la figura homenajeada, y de hecho, un cartel publicitario destinado a los turistas que vienen a retratarse a la plaza, una subliminal felicitación y culto a la personalidad del líder supremo, justo ahora, cuando su legado histórico se muestra más desastroso que nunca.
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Mi esposa, siempre más lista que yo, vio más allá de aquel detalle chicharrón del cartelito: “Ahora sólo falta, me dijo, que en el Consejo de Estado pongan una foto de Fidel, y que le cambien el nombre a la plaza por el de El Triángulo de las Bermudas”… Ante una observación tan aguda como esa – y recordando a Hamlet –, lo demás es silencio.
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sábado, octubre 24, 2009

Hasta Tocopán en la Máquina del Tiempo.

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Hubiera sido una foto cualquiera de la familia, un retrato convencional de la gente de allá posando para los de acá en el cumpleaños de la abuela. El paisaje doméstico, el color de las paredes o los muebles no suelen cambiar mucho en las imágenes que llegan desde la isla, y esta habría sido una fotografía como cualquier otra, de no ser por un detalle que la situó, sorpresivamente, en uno de esos universos paralelos con viajes en el tiempo de H. G. Wells. De hecho, estuve a un tilín de ser succionado por dicho detalle, como cuando Christopher Reeve descubre la monedita anacrónica en Somewhere in time. De pronto, casi me disparo a La Habana de 1991 y sólo aferrándome con fuerza a la silla pude permanecer en este siglo.
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En la imagen, tomada hace muy pocos días en Marianao, aparecen algunos de los parientes de mi lado materno. Entre ellos, la esposa de mi tío viste un pulóver (camiseta, t-shirt), con un ícono pintado sobre el pecho: Tocopán, aquel tocororo medio disneyano que sirviera de logotipo y mascota en los Juegos Panamericanos de La Habana, allá por el verano del 91.
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Como la prenda no se ve maltratada - por el contrario, el pulovito luce como nuevo - y dado que su salida al mercado dista ya casi dos décadas, cabría la posibilidad de que la cuñada de mi madre tenga algún tipo de contacto con el misterio tecnológico de la máquina del tiempo, porque de lo contrario sólo quedaría asimilar de manera categórica que a la gente de Cuba no les queda más remedio que cuidar hasta las últimas consecuencias el cada vez más disminuido ropero personal.
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No sé si algún catalán seguirá vistiendo una camiseta del 92 con Cobi, la mascota de las olimpiadas de Barcelona, o si algún mexicano seguirá usando la gorra con Pique, el rancherito bigotudo, que usó en el mundial del 86, pero sí sé que muchos cubanos conservan y usan habitualmente prendas de vestir que ya sobrepasan los veinte años de adquiridas.
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Y es que La Habana cada día se parece más a un destino de turistas viajeros en el tiempo, turistas que llegan al aeropuerto José Martí a través de la máquina de H. G. Wells. No sólo a causa de los autos antiguos que ruedan por miles en una ciudad carente de transporte desarrollado, extendiendo casi por milagro una longevidad que no previeron nunca sus fabricantes, también los cines siguen siendo a la vieja usanza, la televisión permanece abierta, los e-mails no alcanzan a superar a los viejos telegramas, los edificios de Lawton siguen con la misma mano de pintura de hace media centuria, cualquiera puede calzar un par de zapatos comprado en la década del ochenta, con la suela reparada ya siete veces, las políticas del gobierno siguen siendo las mismas que en la época de Kennedy, cuando buscábamos la mejor manera de resistir hipotéticas invasiones yanquis, o como en el caso de la mujer de mi tío, todavía hay quien mantiene en su gaveta personal un pulóver que alguien le obsequiara aquel mes en que Cuba, por última vez, superó a los Estados Unidos en la tabla de posiciones del medallero panamericano.
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martes, octubre 20, 2009

El día de mi abuela.

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Hoy Esther Pereira cumple años. Muchos años. Esther Pereira es mi abuela, alguien que nació en un aniversario de la cultura nacional, allá por la década del veinte. Más exactamente en el año del famoso ciclón, en 1926. Mi abuela no es una figura de la cultura, sólo una manzanillera de buena cuna, graduada de comercio, que un día se fugó con mi abuelo, modesto chofer de guagua que no por humilde era menos apuesto y suertudo con las mujeres.

Mi abuela fue una de esas personas que se sumaron a la Revolución en el Oriente cubano, atravesando cercos para llevar medicinas a los rebeldes de la Sierra Maestra, apoyando a mi abuelo y a mi tío mayor, quienes, en la conclusión de los cincuenta, andaban perseguidos y condenados a muerte por las pandillas paramilitares de Mansferrer. Mi abuela es una de esas personas que arriesgaron su vida por la causa de Fidel Castro, para que luego el estado triunfante la abandonase a la suerte de un magro estipendio y desayunos con cerelac, adelgazando con la crisis hasta ya no volver a parecerse jamás a aquella mujer rolliza que correteaba entre los retenes del ejército batistiano.
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Esther Pereira, sin embargo, amaba al arte. Hizo que mi madre estudiase ocho años de piano y logró que mi tío menor se hiciera violinista profesional. Con mi tío mayor no pudo hacer nada, el muy jodedor había salido a mi abuelo y no tuvo más vocación artística que pasarse la vida haciendo bromas ocurrentes, manejando camiones y engatusando damas.
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Esther Pereira leía versos de Buesa que luego copiaba con fina caligrafía en un cuaderno, escuchaba discos de música clásica con la misma candidez conque se sentaba a veces junto a mi abuelo para escuchar a Los Panchos. Con su voz aflautada gustaba de cantar tangos y bolerones mientras cosía en su vieja máquina Singer. Así la recuerdo, pedaleando su máquina de coser en las tardes y escuchando las novelas de Radio Progreso y la Discoteca Popular con Eduardo Rosillo. Así me gusta recordarla, entre enérgica y cursi, entre ama de casa apacible y fiera desconfiada del marido resbaloso.

Mi abuela está cumpliendo años en este día de la cultura nacional. Los cumplirá en su casita deteriorada del barrio Zamora donde, al morir mi abuelo, quedó a la cabeza de dos familias más, la de mi tío menor y la de mi primo, negada de plano a mudarse con mis padres a esa otra casa habanera que, por el contrario, quedó casi vacía cuando las dos familias adheridas – la de mi hermana y la mía – retoñaron más de la cuenta y acabaron emigrando bastante lejos de Marianao y del país.

Senil y escapada en parte de este mundo, a veces le pregunta mi nombre a mi madre, que es el nombre de quien siempre fue su nieto favorito. La memoria de Esther Pereira se va destruyendo como un añejo disco duro invadido por virus informáticos, acaso como un obsequio divino que le permite no recordar las razones de su vida precaria, de desayunar con cerelac y almorzar picadillo de soya luego de haber arriesgado la vida por unos cuantos que hoy desayunan leche pura recién ordeñada, tostadas, jamón, frutas y cenan opíparas raciones con la mejor carne de res.

Parece que olvidar es el mejor mecanismo de defensa que Dios le regaló a la noble longevidad de la isla. Y parece que mi abuela, más que el Himno de Bayamo y su histórica primera ejecución pública, sigue siendo para mí el más lógico sentido conque recordar a mi país el 20 de octubre de un año cualquiera.

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sábado, octubre 17, 2009

Cubalía Hermosillo, en defensa de la timba.

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El Punto Cubano de la empresa Cubalía, es el único lugar en la ciudad de Hermosillo donde se puede bailar música cubana y consumir bebidas típicas de la isla, como el mojito o el cubalibre. Ni qué decir de la añorada malta que finalmente llegó a las manos de toda la cubanada hermosillense.
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Esto no es un comercial del antro, aunque pudiera parecerlo a primera vista. Es simplemente una celebración pública de El Punto Cubano, un club que con poco capital y mucha temeridad se lanzaron a levantar un grupo de amigos, cubanos y mexicanos, para traer a la norteña región vaquera un poco del ritmo timbero de la isla.

Muchos no apostaban por el éxito del proyecto. Los norteños ni siquiera suelen ser aficionados a la salsa como los del sur de México, y la vida entera se la pasan sumergidos en la música grupera, bailando banda, con una cadencia de saltitos celtas que difiere antropológica y corporalmente de la sinuosidad que los caribeños traen en el movimiento de sus caderas, siempre que la herencia de la estética grupera le debe más al country norteamericano (a su vez de raíz irlandesa) que al espíritu tropical latino. A diferencia de zonas como Yucatán, en Sonora no existe costumbre de bailar casino, y como mismo muchos pueden creer que Olga Tañón es cubana, la mayoría jamás ha escuchado a Los Van van, y las vagas referencias que tienen de la salsa, obviamente se limitan al mercado newyorkino, a los éxitos de salsa light de Fania Records, y a megafiguras, inconfundiblemente cubanas, como Celia Cruz o Gloria Estefan.

En el club cubano de Hermosillo sin embargo, sólo se pone música cubana, tanto la que se escucha como la que se baila, y como se precia de no marcar fronteras entre los cubanos de adentro y los de afuera, es posible bailar lo mismo con Willy Chirino que con la Charanga Habanera, y sin distinción de época en tanto jamás se discrimina entre Compay Segundo y Manolito Simonet.

Aún resulta un poco confuso para algunos el hecho de que no abunden los temas de la salsa no cubana, esa que ha tenido mucha más suerte con las discográficas y el mercado. No es casual que en los canales de música, esos que llegan por el megacable, haya más de uno con salsa, transmitiendo 24 horas, y que jamás se escuche un tema hecho por cubanos, sólo música bailable puertorriqueña, dominicana o colombiana, todas ellas posteriores y deudoras de la nuestra, y todavía retrasadas en cuando al moderno concepto de la timba, esa especie de heavy salsa que identifica a nuestras orquestas contemporáneas.
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Más que nada es esa la razón por la que El Punto Cubano de Hermosillo prefiere instruir a sus visitantes en la buena timba cubana virtualmente desconocida, y no resultar muy paternalistas con aquellos que tan a menudo suben a la cabina a pedir temas de Marc Anthony, Gilberto Santa Rosa o Aventura. Bastante han hecho las discográficas con poder global para no dejar salir a flote a los de la isla, como para que los propios cubanos también les neguemos a los nuestros la merecida hegemonía, en un pequeño reducto de cultura cubana, al norte de México.

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Así es un sábado cualquiera en Cubalía Hermosillo.

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