El alud en la taquilla y en la opinión pública que ha inundado a México por estos días, con la aparición de Presunto culpable, el documental de los abogados Roberto Hernández y Layda Negrete, me ha llevado a reflexionar en lo que significa, en gran escala, la libertad de expresión. Una vez más, las analogías Cuba-mundo exterior vuelven a establecer indiscretos puntos de análisis.
En primer lugar, es innegable que el sistema judicial mexicano es un completo desastre. De eso se trata este documental que actualmente se encuentra en litigio por el supuesto uso de imagen de testigos sin consentimiento, de cómo un grupo de abogados destapa la condena por homicidio de un inocente – sin pruebas, sin investigación seria por parte de la policía – y que retomarlo sólo fue posible al comprobarse que su anterior abogado defensor ejercía con credencial falsa. Las fallas de un sistema que no contiene la presunción de inocencia como premisa, además del entierro perverso de los casos y el premio a los judiciales tramposos, desnuda una realidad compleja y tenebrosa donde es más fácil condenar a un inocente que a un criminal.
Ahora bien, dejando a un lado las similitudes estructurales con el sistema cubano, en el que tampoco hay jurados (la representación popular en los juicios es a través de un par de “jueces legos” que sólo funcionan decorativamente), donde la fiscalía responde de manera obvia a los intereses del gobierno y donde tampoco se es inocente hasta tanto se demuestre lo contrario – más bien eres culpable mientras no consigas rebatirlo – lo que mejor salta a la vista es, precisamente, la manera en que todo esto emerge a la luz pública, a la vista del mexicano común.
Un par de abogados consigue apoyo y se sumerge en los laberintos del sistema. Llevan una cámara y dejan constancia de los desmanes del poder, desde la detención por parte de los oficiales hasta la diabólica parcialidad del juez que asume por segunda vez un juicio sin pruebas ni pudor. El documental retrata al detalle las condiciones en que viven los presos y llega hasta el tribunal supremo, donde por fin se hace justicia al joven Antonio Zúñiga.
Algo así en Cuba sería del todo imposible. Entrar con una cámara a una institución oficial puede resultar una odisea sin retorno. Indagar en documentos oficiales, en archivos y expedientes se vuelve, de plano, espionaje y desestabilización. Y más allá, su exhibición en salas de cine o cobertura en la prensa y los noticieros entraría ya en el terreno de la fantasía más onírica.
Las estadísticas de Roberto Hernández y Layda Negrete son escalofriantes, pero al menos salen a la luz pública, se multiplican en las salas de Cinépolis y en las copias piratas, en enlaces de internet que constantemente suben y se desactivan por derechos de autor, y los mexicanos pueden valorar lo que ocurre en su nación y, eventualmente, prepararse para los cambios futuros. Las estadísticas cubanas de encartados por esa aberración jurídica que han dado en llamar “peligrosidad pre-delictiva” siguen en una nebulosa, como las permanentes violaciones de las autoridades a la ley cuando detienen y mantienen largos meses sin cargos a los desafectos políticos. No existen documentales acerca de la manera en que se arman los juicios contra los opositores, y como los abogados de la defensa son, o bien maniatados, o bien más fiscales que los propios fiscales.
La censura que ha recibido Presunto culpable, ya demasiado tarde para detener su impacto, no puede compararse con la férrea corrección que la jurisprudencia cubana reserva para todo aquello que se meta en camisa de once varas. Esfuerzos aislados como el de la independiente (e ilegal) Asociación Jurídica Cubana, no suelen llegar al conocimiento público en medios de prensa monopolizados por el gobierno.
Es un hecho que las presiones a la prensa mexicana son mucho más directas (acaso más brutales) que las que padecen los periodistas oficiales en Cuba, y que se resienten más aún en las denuncias al crimen organizado o a la propia corrupción policial, pero de cualquier modo estas monstruosidades no son letra de constitución. Hay periodistas amenazados o asesinados, pero esto sigue siendo ilegal, no es una política gubernamental ejecutada de manera abierta y explícita. En Cuba es legal encerrar y condenar a los periodistas independientes, o a supuestos espías como Alan Gross – un presunto culpable condenado hoy mismo a 15 años de prisión por distribuir equipos satelitales a la comunidad judía – y hacerlo en el marco de juicios descaradamente parcializados.
No sueño con la quimera de un estado impoluto, sólo con el día en que sus habitantes tengan el derecho de armarse con una cámara y expresar sus puntos de vista sin ser amordazados por el poder.
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