El 2000, según el zodíaco chino, le tocó al año lunar del dragón, aunque para el teatro cubano no fuese exactamente así. El 2000 en el teatro de la isla fue, sin lugar a dudas, el año del Caballo.
Flora Lauten, la directora general del grupo Buendía, andaba de viaje, así que unos cuantos actores con ganas de trabajar acudieron al llamado de Antonia Fernández, nieta de la gran Rita Montaner y brillante actriz ella también, para acometer una nueva versión del relato de Tolstoi, Historia de un caballo, a partir de la misma versión teatral de Mark Resovski que ya había usado el maestro Vicente Revuelta en los años ochenta, para su histórico montaje en Teatro Estudio.
Yo había llegado al Buendía justamente desde Teatro Estudio, poco tiempo atrás, y mientras trabajaba en el montaje de La Octava Puerta, con el actor José Antonio Alonso, supe que uno de los actores del elenco original de Historia de un Caballo había abandonado el proyecto cuando apenas se empezaba a montar la obra, así que me hablaron para que lo sustituyese y me incorporase al trabajo recién comenzado. Nada indicaba entonces que aquella puesta en escena llegaría a ser una de las más celebradas y premiadas en el teatro moderno cubano. No éramos más que un grupo de actores jóvenes siguiendo a Antonia, también joven, sin un centavo de presupuesto, y aprovechando el espacio que la directora general no usó por unos meses, por encontrarse fuera del país. Apenas nos veíamos como un grupo de chamacos embalados, tratando de contar una historia con dignidad, usando para ello trapos reciclados, telones de saco y unos pesadísimos troncos aserrados que habían quedado, en la acera frente al grupo, después del último ciclón.
El teatro nacional llevaba unos cuantos años debatiéndose en la lucha por la modernidad. Los oscuros años setenta habían quedado atrás, habíamos ganado la batalla contra el realismo socialista, pero el retraso conque nos marcó la era del pavonato aún nos tenía recuperando terreno perdido en la experimentación y la transgresión teatral. Teatro del Obstáculo, el Buendía y Teatro El Público, cada cual con su estilo y medios expresivos propios, eran algunos de los grupos que se pasaron los noventa reafirmando la fe en la vanguardia teatral y en el arte minucioso de las formas escénicas. Quizás por ello, ya con el nuevo siglo pisándonos los talones, nuestra escena estaba reclamando a gritos un regreso al universo de los sentimientos, de la reflexión y la emoción más allá de la perfección formal o los golpes de efecto que sacudían a la pacata moralidad socialista.
Historia de un caba-yo, que así terminó titulándose la nueva versión, desde su mismísimo estreno y ante los ojos casi underground de los curiosos que fueron a verlo en aquella sede del Buendía – una antigua iglesia ortodoxa abandonada por sacerdotes griegos a comienzos de la revolución – se convirtió en un suceso teatral que reclamaba la total entrega emocional por parte de sus espectadores. Aparentemente, la humildad con la que habíamos trabajado tan duro, sin esperar reacciones espectaculares por parte de la crítica o las autoridades culturales, nos había labrado el sendero del Tao hasta ascender, casi por sorpresa, hasta los premios teatrales más importantes del año, giras nacionales e internacionales y una invasión de público a las salas donde se presentó, con la que sólo podían rivalizar las obras de enganche populista o de provocación moral y cuasi pornográfica.
Pero no sólo el brote de los sentimientos alzó la vara de aquel montaje, también la dinámica de un grupo donde el talento se daba de la mano con la más sincera amistad. Luego de una década de aquel suceso, todavía quienes participamos de él, seguimos siendo grandes amigos. Muchos nos mudamos lejos, otros se quedaron, pero no me queda dudas de que todos, sin excepción, de alguna manera seguimos viviendo en aquel viejo establo ruso que se armó en el Buendía, a comienzos del siglo, con unos cuantos trapos reciclados, telones de saco y algunos troncos de árboles caídos en un ciclón.
Flora Lauten, la directora general del grupo Buendía, andaba de viaje, así que unos cuantos actores con ganas de trabajar acudieron al llamado de Antonia Fernández, nieta de la gran Rita Montaner y brillante actriz ella también, para acometer una nueva versión del relato de Tolstoi, Historia de un caballo, a partir de la misma versión teatral de Mark Resovski que ya había usado el maestro Vicente Revuelta en los años ochenta, para su histórico montaje en Teatro Estudio.
Yo había llegado al Buendía justamente desde Teatro Estudio, poco tiempo atrás, y mientras trabajaba en el montaje de La Octava Puerta, con el actor José Antonio Alonso, supe que uno de los actores del elenco original de Historia de un Caballo había abandonado el proyecto cuando apenas se empezaba a montar la obra, así que me hablaron para que lo sustituyese y me incorporase al trabajo recién comenzado. Nada indicaba entonces que aquella puesta en escena llegaría a ser una de las más celebradas y premiadas en el teatro moderno cubano. No éramos más que un grupo de actores jóvenes siguiendo a Antonia, también joven, sin un centavo de presupuesto, y aprovechando el espacio que la directora general no usó por unos meses, por encontrarse fuera del país. Apenas nos veíamos como un grupo de chamacos embalados, tratando de contar una historia con dignidad, usando para ello trapos reciclados, telones de saco y unos pesadísimos troncos aserrados que habían quedado, en la acera frente al grupo, después del último ciclón.
El teatro nacional llevaba unos cuantos años debatiéndose en la lucha por la modernidad. Los oscuros años setenta habían quedado atrás, habíamos ganado la batalla contra el realismo socialista, pero el retraso conque nos marcó la era del pavonato aún nos tenía recuperando terreno perdido en la experimentación y la transgresión teatral. Teatro del Obstáculo, el Buendía y Teatro El Público, cada cual con su estilo y medios expresivos propios, eran algunos de los grupos que se pasaron los noventa reafirmando la fe en la vanguardia teatral y en el arte minucioso de las formas escénicas. Quizás por ello, ya con el nuevo siglo pisándonos los talones, nuestra escena estaba reclamando a gritos un regreso al universo de los sentimientos, de la reflexión y la emoción más allá de la perfección formal o los golpes de efecto que sacudían a la pacata moralidad socialista.
Historia de un caba-yo, que así terminó titulándose la nueva versión, desde su mismísimo estreno y ante los ojos casi underground de los curiosos que fueron a verlo en aquella sede del Buendía – una antigua iglesia ortodoxa abandonada por sacerdotes griegos a comienzos de la revolución – se convirtió en un suceso teatral que reclamaba la total entrega emocional por parte de sus espectadores. Aparentemente, la humildad con la que habíamos trabajado tan duro, sin esperar reacciones espectaculares por parte de la crítica o las autoridades culturales, nos había labrado el sendero del Tao hasta ascender, casi por sorpresa, hasta los premios teatrales más importantes del año, giras nacionales e internacionales y una invasión de público a las salas donde se presentó, con la que sólo podían rivalizar las obras de enganche populista o de provocación moral y cuasi pornográfica.
Pero no sólo el brote de los sentimientos alzó la vara de aquel montaje, también la dinámica de un grupo donde el talento se daba de la mano con la más sincera amistad. Luego de una década de aquel suceso, todavía quienes participamos de él, seguimos siendo grandes amigos. Muchos nos mudamos lejos, otros se quedaron, pero no me queda dudas de que todos, sin excepción, de alguna manera seguimos viviendo en aquel viejo establo ruso que se armó en el Buendía, a comienzos del siglo, con unos cuantos trapos reciclados, telones de saco y algunos troncos de árboles caídos en un ciclón.
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(Continuará…)
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3 comentarios:
casi no cabían en la arena del Buendía. es una sala medianita y el elenco era grande.Pero la puesta era tan dinámica que convenció a todo es respetable. Bonito recuerdo, amigo mío. gracias. Miraré si tengo fotos de esa puesta.
Wicho:
Tu articulo me ha conmovido hasta las lagrimas...Gracias hermanito! Fue una gran aventura y fue lindo compartirla contigo y con el resto de La Manada. Si, estoy seguro..."La Manada (aún) vibra y ama con un solo corazón...Cojes la bola?"
Un abrazo grande de "tu General".
Alberto.
Mi gente, qué bueno que estas cosas que uno escribe pueden llegar hasta los viejos amigos que participaron de la experiencia, el Yoyi como crítico (no vamos a olvidar que la primera crítica que salió a la luz, cuando apenas calentábamos los motores, fue la tuya en el Granma), y Alberto encima del mismo escenario.
Ojalá pudiéramos compartir con los demás, alguna vez, aunque sólo fuese por facebook.
Un abrazo para ustedes.
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