sábado, enero 23, 2010

El año del Caballo (III).

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En un comentario de la entrada anterior, el amigo Jorge Ignacio Pérez, hoy radicado en Barcelona y titular del blog Segunda Naturaleza, pero en aquel tiempo periodista cultural de Granma y Bohemia, me ha dicho: “no recordaba lo del video que creo se filmó en el matadero del zoo de 26. Fue muy controvertido por la dureza de las imágenes, pero fue también interesante el recurso multimedia y la sorpresa final de ese recurso”…

El Yoyi se refería a un detalle de la obra, ya descrito muy brevemente, que se convirtió en el aspecto más peliagudo y controvertido del montaje: la reproducción en vídeo del sacrificio real de un caballo, en efecto, en el zoológico de la avenida 26, en Nuevo Vedado, La Habana. Casi al final de la obra, luego del momento representado en el que mi personaje, el cuadrero Basilio, sacrificaba al caballo Cuentabrazas, en una pantalla de televisión el público chocaba con toda la brutalidad del instante en el que un caballo auténtico recibía la puñalada fatal, con los respectivos chorros de sangre, en una edición sin censura donde podía verse al organismo de aquel animal mientras se le escapaba la vida, segundo a segundo.

Todavía diez años después me produce escalofríos recordar aquel vídeo, y estoy seguro de que aquel virtual snuff que la directora, Antonia Fernández, usó para sacudir el peso melodramático de la muerte “teatral”, evidenciando la muerte “real” de una noble bestia destinada al alimento de las fieras, fue lo que en verdad motivaba la toma de conciencia del espectador, más allá de la empatía hacia una desdichada criatura ficticia, y cayendo en cuenta de que la violencia, la deshumanización, el desprecio por la existencia, no son sólo cosa de la imaginación, sino que conviven con nosotros en la vida común.

El testimonio de aquel sacrificio no fue recogido por morbo ni por conseguir un efecto epatante que avivara la polémica y enriqueciera la taquilla. La directora practica el yoga y la meditación, y Yaseff Ananda, el realizador audiovisual que grabó y editó aquel material, no sólo es hinduista sino que su vegetarianismo radical le impide comer incluso un vegetal que hubiera sido accidentalmente tocado por la carne. Imagino el efecto interior que habrá tenido en ellos la comprensión de lo que hacían y la necesidad de, aún a pesar de sus convicciones, ir más allá en la proyección artística y plantar en público el desastre kármico que significa asesinar tan fríamente a otro ser vivo.

En Caracas casi se produce un escándalo de prensa cuando, en lugar del pequeño televisor que usábamos de ordinario, aquel vídeo se proyectó en una pantalla enorme, y no resultó muy extraño que algunos sencillamente se levantaran de sus butacas y se fueran, acaso indignados o con el estómago revuelto. Justamente ellos estaban siendo testigos, en la magnitud de un raro hecho artístico, de una realidad latente en la capital venezolana, una realidad que opacaba con mucho la violencia de un matarife del zoológico. En nuestro primer fin de semana caraqueño, sólo en los cerros que circundan la ciudad – un enclave marginal de favelas muy pobres – sólo entre el sábado y el domingo acontecieron 20 asesinatos, según el noticiero. Caracas es una urbe en la que es imposible caminar después de las ocho de la noche sin la probabilidad de ser asaltado, por cuanto presenciar en carne viva aquel crimen del caballo que había sido clara analogía del hombre, a muchos les produjo el efecto de una bofetada, difícil de reconocer sin admitir antes la violencia dominante de su propio entorno.

Eso es lo que probablemente recuerde Jorge Ignacio, el impacto que producía en el público el entendimiento de que no sólo se trataba de un texto henchido de emoción, sino que su contenido, gracias al enfoque documental inserto en la historia misma, lo volvía sorpresivamente cercano, palpable, cotidiano.

Estoy seguro de que, también por aquella característica hiperrealista en un marco metafórico y filosófico, fue que Historia de un caba-yo terminó siendo un fenómeno de singular trascendencia para la escena cubana a comienzos de este siglo. La violencia y la intolerancia se resisten a dejarnos en paz, y nuestro país, el sitio para el que originalmente fue concebido el espectáculo, aún sin ser tan explícitamente violento como la capital venezolana, de igual manera nos ha restringido por años el humano derecho a ser un YO liberado de la posesión ajena.
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También nosotros hemos sido Cuentabrazas, el pinto castrado.
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10 comentarios:

Anónimo dijo...

Una vez más me ha dejado con el corazón encogido y dilatado. Para llegar a la conciencia (y en ocasiones ni así) monopolizar esas imágenes impactantes sirve profusamente. Algo mas… nadie, absolutamente nadie nos puede poseer, podrán (o intentar) callar su boca pero no cambia nada, tienen al de aya arriba de su parte así que eso ya es grato.
Malamente el hecho de vivir viene con un paquete que trae consigo la violencia, el ímpetu y la desidia de algunos hombres, pero como siempre he dicho todo pasa por algo y por eso ahí personas como ustedes que están bien plantados en esta tierra, que no desisten y no miran hacia abajo. Y quizá esto sonara ingenuo o irreal pero son mayoría y la mayoría tiene que ganar. Espero haberme explicado.

Ha, por cierto mi nombre es intrascendente, y como ya he escrito demasiado que hasta parece mi blog me retiro.
Buena vibra para usted siempre.

uno ahí dijo...

Salí de Cuba antes del año dosmil, así que no tuve el chance de presenciar esa obra del caballo, pero mucho me hubiera gustado verla, al menos por lo que aqui se a contado. Cuando estaba en la universidad iba bastante al Sótano y al Trianón, y una vez estuve en el Buendía, para ver una obra muy rara pero muy interesante y con mucha belleza. Les deseo suerte a todos esos que se fueron y que ojalá sigan soñando donde esten y haciendo cosas hermosas como esa.

Jorge Ignacio dijo...

Antes de cerrar esta serie, amigo Rodrigo, quiero recordar la exclente presencia en escena del actor que encarnaba metafóricamente al caballo. Creo haber estado cerca de él en el Festival Iberoamericano de Cádiz de 1998 y me impresionó su seriedad y buenas dotes histriónicas, un actor que creo no eran tan joven como muchos del Buendía, negro y con un físico de competencia. ¿Podrías recornos su nombre' muchas gracias.

Jorge Ignacio dijo...

Este último post tuyo es muy elocuente. Es cierto que las imágenes eran sumamente violentas, más cuando el caballo es un animal dócil y querido por todos. pero también existe otra realidad que es su sacrificio, realidad que nunca vemos. yo me tapé los ojos,no abandoné la sala pero estuve a punto de escapar.

Rodrigo Kuang dijo...

Amigo Jorge Ignacio, es cierto que en estas entradas no destaqué apenas el trabajo de los actores o los pormenores escénicos, pues traté de centrarme en impresiones generales, y no en una crítica que de cualquier manera siempre habría sido muy parcializada - dejé el enlace a un escrito de Omar Valiño - ni tampoco me regodeé en el final de aquel "subgrupo" del Buendía, lentamente disuelto luego de un montaje posterior, no tan feliz, por eso no se nombra en estos recuerdos a un actor como el que mencionas, Carlos Cruz, ni tampoco a la otra participación de campeonato, que fue Sandra Lorenzo en su personaje del Príncipe Serpuyovskoi.
En efecto, Carlos cruz - de nombre similar a otro gran actor cubano de teatro y cine radicado en USA - era uno de los actores del Buendía, desde casi sus orígenes, y para el momento en que mostraba su cuerpo desnudo en "Historia de un Caba-yo", pasaba ya de los cincuenta años, es decir, que podía alardear de una complexión física que algunos, con menos edad, no poseíamos. Un tipo excelente el negro Carlos Cruz, matancero y dedicado a tiempo completo al Buendía, pues incluso, vivía allí, en la sede de Loma y 39, esperando por una casa que le habían prometido los del ministerio de cultura, años atrás.
Gracias, mi hermano, por tus comentarios, y gracias a los otros, no conocidos, que también desean buena onda para los artistas cubanos, a través de este blog.

Jorge Ignacio dijo...

Gracias, Rodrigo. el teatro lo merece, el recuerdo es lo que se queda pero es difuso. Lamentablemente, no encontré en mis papeles la reseña que hice de "Historia de un caba-yo". Y tiene lógica que no la encontrara porque mi archivo solo llega hasta 1997,año en que me separé de una novia que se encargaba de recortarlo todo y ordenarlo en un file.
Gracias a ella tengo algo, al menos algo.
¡Impresionante la edad de Carlos Cruz! También recuerdo a Sandra Lorenzo, cómo no, actriz de carácter donde las haya. ¡De ojos felinos!
Un abrazo y te sigo, hermano.

Rodrigo Kuang dijo...

Debo tener por alguna parte una copia digital de esa crítica tuya, al menos sé que tengo una impresa, del ejemplar del periódico, en alguna gaveta en la casa de mis padres, en Marianao. En cuanto recupere alguna, te la mando.
Gracias a ti, Yoyi, por contribuir en aquel momento a que se conociera lo que acabábamos de estrenar, cuando aún ni imaginábamos la posterior aceptación general.

Camilo Venegas dijo...

Hermoso tríptico este, quiero Rodrigo. Me alegra que sigas desbocado, escribiendo todo lo que se te ocurre con ese ingenio que siempre has tenido. Un abrazo grande para ti y otro para Jorge Ignacio. Nos vemos algún día, en el establo o en el matadero.

Rodrigo Kuang dijo...

Coño, Camilito, mi hermano, qué decir a tus siempre generosos saludos. Sí, seguro que nos vamos a encontrar, más temprano que tarde cuando por fin se abran las grandes alamedas, y espero sea en el establo, que el matadero, espero, habrá de quedar para otros más merecedores de él que nosotros.

Sergio Barreiro Sánchez dijo...

¡¡¡Gente...!!!! ¿Llego tarde? Quizá un pelín desfasado, como mi acercamiento al caballo y a todo aquel proceso que vivimos juntos. Recuerdo que vi el montaje por primera vez en su estreno en la sede de Loma y 39 cuando no formaba aún parte del equipo. Lo que me impresionó entonces más que el desgarrante video del sacrificio, fue aquel gran final, realmente lleno de poética magia e intimismo; cuando con los huesos de un animal todo el equipo original (Miki, Kenia, Tamarita, Sandra, Yanel, Alberto, Anita, Juana, Tomás/Lucre, y tú querido Wicho)hacía música mientras Carlos Cruz marcaba con un pedazo de tibia aquella última cabalgata de cuentabrazas que se iba perdiendo junto con la luz sobre su plataforma y sobrevenía la oscuridad. Era, amigos míos, aquel instante, la comunión perfecta entre belleza y poesía. Recordaré muchas cosas del caballo, muchos intensos momentos desde aquel verano del 2000 en Camagüey, pero siempre, por encima de todo, escucharé dentro de mí ese toc, toc, toc, toc, toc, toc...que no se apaga. Un fuerte abrazo desde Madrid, Manada.