
La convocatoria – la más reciente de otras que ya han tenido lugar – pide que, durante esos diez minutos, todos apaguemos luces y equipos eléctricos, con el noble fin de que el planeta “pueda respirar”, además de que esos breves instantes de ausencia masiva de consumo eléctrico servirán para lo que han catalogado como un “ahorro brutal” de energía.
Nobles ideas ecologistas, sin duda alguna. Aunque, como era de esperar, cuando abrí aquel mensaje, lo primero que me vino a la mente fue: ¿Cuántas de estas copias habrían ido a dar a Cuba, o a las manos de cualquier cubano de los tantos que andan por el mundo?... Y en consecuencia: ¿cómo reaccionaría un cubano medio ante la solicitud de un apagón voluntario?
Aún reconociendo el altruismo de la causa, un plan que, con sus escasos diez minutos de ahorro apenas va a compensar el mastodóntico gasto que por años han tenido las naciones electrificadas, conserva no obstante el mérito de apelar a la conciencia de la gente sobre la contaminación del planeta, no estoy seguro de que el llamado nos sirva igual a los cubanos que, mientras una buena parte del mundo civilizado derrochaba electricidad, vivíamos en medio de apagones constantes, nada voluntarios y perdurables en el tiempo según las caídas estrepitosas de la economía, la rotura repentina de alguna termoeléctrica o el eventual descenso en el abastecimiento de petróleo.
Leo el llamamiento y pienso que los cubanos hemos sobrecumplido con creces nuestra cuota de ahorro energético, indirectamente beneficiando a la naturaleza, y directamente afectando a nuestro buen humor, seguro de que cada uno de los promotores de la convocatoria, aún siendo probablemente buenas personas, han gastado combustible tanto como centenares de nosotros, que nunca sufrieron apagones de doce horas por doce horas en los más calurosos meses del verano tropical, y que por tanto, desconectar apenas diez minutos todos los equipos de casa les puede resultar un ejercicio gracioso, un pequeño desafío a la oscuridad que transcurrirá en un abrir y cerrar de ojos, para luego sentir la satisfacción de haber “hecho algo” por evitar el calentamiento global y la lluvia ácida.
El llamado anterior, conocido como La Hora de la Tierra y convocado por la ONG ecologista WWF (Fondo Mundial para la Naturaleza, siglas en inglés), tuvo lugar el 28 de marzo de este año y consiguieron que, durante sesenta minutos y partiendo de Sidney, se apagaran sitios tan notorios como el Museo del Louvre, el Coliseo Romano o las Torres Petronas, muy orgullosos ellos por los mil quinientos edificios que quedaron a oscuras en la bahía de Hong Kong, mientras ya la nueva crisis energética cubana no dejaba más opción que desconectar barrios enteros en los siempre recurrentes “apagones programados”, oscureciendo empresas, fábricas y hasta frigoríficos por incumplir los apretados planes de ahorro.
A título personal, y aún siendo ecologista de corazón, ese día 17 de septiembre pienso encender por diez minutos todas las luces de mi domicilio, poner al unísono cada equipo eléctrico, incluyendo música, televisión, microondas, refrigeración y hasta la plancha, para ver si consigo sentirme un poco culpable por contaminar la atmósfera terrestre, luego de tantos años en la isla sin apenas poder hacerlo.
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Malasia, orgullosa de su apagón.
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