lunes, mayo 25, 2009

Ojalá que llueva bistec

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Me ha tocado vivir en una zona del planeta donde la carne de res no sólo es abundante sino que goza de una calidad envidiable. El noroeste mexicano se destaca del resto del país, y del mundo, por su espléndida ganadería. La cultura norteña tiene, además de música grupera y mujeres hermosas, una variedad incontable de platos elaborados con carne de res, que suelen acompañar a las tortillas de harina o maíz con innumerables refuerzos vegetales, frijoles, chile, queso...

Para cualquier cubano que viva en Sonora es difícil no pensar en la familia y los amigos que quedaron en la isla cuando le baila en las manos un burro percherón desbordado con la carne de res más suave y apetitosa que imaginarse pueda. No importa el tiempo ni lo que pueda uno acostumbrarse a ver ese tipo de alimento como algo accesible y cotidiano, siempre quedará en el fondo algo de culpabilidad al pensar que los seres queridos de Cuba han sido diabólicamente despojados del consumo de carne de res, como también nos sobrevive una especie de ansiedad congénita, algo que nos hace imposible dejar sobras, que nos compulsa a comer aunque no tengamos hambre, con esa ancestral sensación de que quizás mañana ya no se pueda conseguir un bocado de comida similar.

En la Habana de mi infancia la carne de res era parte común de la cuota, aquella que llegaba a la carnicería de la esquina con bastante asiduidad. Como casillas del MINCIN se podía conseguir la carne de primera para hacer bistecs decentes, o la carne de segunda conque mi madre hacía “ropa vieja”, o bien un amable picadillo rojizo, o las latas de carne rusa que desbordaban los anaqueles de cualquier mercadito de barrio. Luego, como casi todo lo demás, la fibra cárnica de ganado mayor se dio a la fuga, dejándonos en la ciudad una epidemia de neuritis escoltada por el picadillo de soya o cáscara de plátano, y los bistecs de toronja o frazada de piso.

De los noventa para acá sólo en algunos mercados podía encontrarse la preciada carne, en la moneda inalcanzable, y la mayor parte de las veces le pasábamos por el lado con un suspiro de resignación, dejando los ahorros para una jamonada de extraña factura, o un paquete de salchichas. Comí carne de res durante unas vacaciones en Las Tunas, con la familia de mi esposa. Ya sabemos que en Cuba cualquiera va preso por matar a su propia vaca, pero los campesinos siempre se las arreglan para “accidentar” a una novilla por un barranco, cuando hay lluvias y se hace difícil el acceso de las autoridades sanitarias. Así se dan el lujo, una vez al año, de probar la carne de sus propias vaquitas consentidas.

Citando al comediante y músico Anael Granados, que a su vez parodiaba a Juan Luis Guerra en uno de sus espectáculos humorísticos allá en La Habana, hoy por hoy, no creo que nuestros compatriotas tengan una plegaria más legítima, incluso por encima de las ansias de distensión y reclamo de derechos civiles, que la rogativa “Ojalá que llueva bistec”. Porque nunca fuimos una nación vegetariana, ni voluntariamente hicimos sagradas a las vacas, y aquel que nos gobierne deberá estar consciente de que no sólo de picadillo de soya vive el hombre.

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Anael Granados y su parodia Ojalá que llueva bistec.

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mayo 28, 2009
No solo bistec
Algo mas rico que el bistec LIBERTAD
http://democraciaclases.4t.com/cgi-bin/blog

Anónimo dijo...

Ahí está el detalle. La sequía de cárnicos en Cuba es directamente proporcional al totalitarismo. Si un día llueve bistec allá, ese será, de seguro, un día de LIBERTAD.