Ahora que el monseñor Jorge Félix Pérez ha informado oficialmente a la prensa que el papa Benedicto XVI se dará una vuelta por Cuba antes de semana santa, parecen concretarse todos esos anuncios previos de esta segunda visita papal a la isla, y la certeza de que el gobierno debe estar ya dando carreras a ver cómo le saca mejor partido a don Joseph Aloisius Ratzinger.
El referente inevitable es la anterior visita de un sumo pontífice – y la primera – cuando Juan Pablo II, en 1998, se aventuró a pasearse en su papamóvil por las calles cubanas. En ese entonces muchos nos quedamos con la boca abierta al ver a la Plaza de la Revolución engalanada con un gigantesco Sagrado Corazón, y nos preguntábamos cómo era posible que los mismos gobernantes que apenas diez años atrás perseguían, marginaban, censuraban y atomizaban a la religión (cualquier religión, sin distinción entre paganos y católicos) a nombre del marxismo-leninismo, se sentaban ahora muy cerquita de Juan Pablo II y escuchaban sus homilías con la misma piedad que el más devoto de sus feligreses.
Juan Pablo II fue uno de los papas más carismáticos de la historia, una verdadera superestrella del catolicismo, consecuente, sabio, atrevido y original. Su paso por Cuba fue publicitado por todo lo alto y la prensa de todas partes lo siguió en sus apariciones, encantada con el contacto directo de un ser humano que, por momentos, parecía ser más poderoso que los propios hermanos Castro. Si ese papa hubiese querido, con sólo levantar un dedo habría terminado la dictadura que en esos momentos ya llegaba a los cuarenta años. Pero la humildad de Juan Pablo II apenas lo dejó pronunciar aquella famosa frase de que “Cuba debía abrirse al mundo, y el mundo debía abrirse a Cuba”. Fidel Castro lo aplaudió emocionado en primera fila, aún sin la menor intención de que Cuba se abriese al mundo en lo que le quedase de vida.
El gobierno aprovechó el paso de aquel deslumbrante anciano por la vida interior cubana, para legitimarse ante el mundo. El encarcelamiento a los creyentes, la ruina de los templos, las expulsiones de sacerdotes fuera del país y de los fieles fuera de sus trabajos o estudios universitarios, todo eso quedaba atrás, con un piadoso velo de silencio y como si los culpables hubiesen sido otros. Si antes a un joven podía costarle la carrera el sólo hecho de que su madre insistiera en tener un Sagrado Corazón en la sala de su casa, ahora ese mismo cuadro era permitido, en escala mucho mayor, junto a los otros íconos del castrismo en la Plaza de la Revolución. De pronto Jesús de Nazareth tenía la misma importancia que el Che Guevara.
La visita de Benedicto XVI en la próxima primavera – y que extenderá hasta México – no va a traer nada nuevo a los cubanos, como no sea el movimiento mediático alrededor de un papa mucho menos esplendente y mucho más conservador.
La propia iglesia cubana (que no es otra cosa sino una ramificación del propio pontífice) ha pactado desde hace años su tranquilidad con los gobernantes, ha optado por la discreción a cambio de presupuesto, cemento, ladrillos y espacios para orar. Han intermediado en el destierro de muchos disidentes y han preferido callar ante el sufrimiento contenido, ante la miseria absurda y la falta de libertades de sus propios seguidores.
Benedicto XVI no llegará con la intención de propiciar una Cuba abierta al mundo (como tampoco llegará a México para halarle las orejas al crimen organizado y la corrupción), sino sólo para continuar con ese parlamentarismo desconcertante que ha llevado a tantos gobiernos de este planeta a reconocer a los Castro como los legítimos gobernantes de nuestra patria.
Habrá recorridos motorizados por avenidas repletas de devotos y curiosos, cánticos, proselitismo convencional, palabras misericordiosas y una buena ración de hipocresía política. Eso es todo lo que va a traer a Cuba la inminente visita primaveral de Benedicto XVI. Nada más.
_
No hay comentarios:
Publicar un comentario