viernes, enero 27, 2012

Réquiem por el Campoamor.

Comenzaba esta década inicial del siglo y unos cuantos del grupo teatral Buendía andábamos buscando un espacio para independizarnos de la sede en Nuevo Vedado – ya para entonces acaparada por la directora general en su nuevo montaje – y tras los pasos de Antonia Fernández, quien había dirigido el exitoso Historia de un Caballo y ya planificaba darle otra vez la patada a la lata con su versión de Romeo y Julieta, llegamos al teatro Campoamor, pasando revista a algunas de las sedes que nos proponía el Consejo Nacional de Artes Escénicas. Las posibilidades que nos ofrecían ya para ese tiempo resultaban muy poco reconfortantes, y el Campoamor, devenido en una ruina casi total, apenas cumplía con su función de parqueo de bicicletas para los trabajadores y artistas del colindante Gran Teatro de la Habana, una función desmejorada para una edificación de tan exquisita arquitectura, y que ya tenía asignada desde principios de los noventa, época en la que guardaba allí mi bicicleta soviética mientras ensayaba en la sala Carpentier con mis compañeros del ISA.

Antonia, nieta de la excelsa Rita Montaner, recordaba que su abuela había debutado en ese sitio, y que allí habían acontecido algunas de esas anécdotas picantes que de ella guardaba la memoria popular. Allí en el Campoamor fue donde por primera vez subieron a escena los tambores batá, de la mano del sabio don Fernando Ortiz. Muchas figuras internacionales habían pasado por sus camerinos en todo el siglo XX. Pero comenzando el XXI no quedaba ya mucho por hacer. No sobrevivió nada del lunetario, las paredes habían perdido su forma y repello originales, el escenario era una trampa mortal y el techo dejaba ver enormes grietas por las que el intenso sol habanero metía sus brazos de luz hasta el piso mugroso y polvoriento.

Adivinamos que, a pesar de la magia que sobrevivía al mal estado del edificio, meternos allí habría sido un acto de suicidio colectivo, incluso para miembros de una compañía como el Buendía, que había nacido de la trabajosa restauración de una iglesia abandonada. Sabíamos que nada detendría ya la caída de aquel teatro, que la decrepitud de una ciudad gobernada por la indolencia se extendía como una epidemia en la gran mayoría de sus edificaciones, y que sólo éramos un grupo de teatreros sin más poder que el de adaptarnos y seguir entregando arte sin pedir mucho a cambio.

Como en cualquier parte de La Habana donde aún queden paredes y techo, sin importar lo precario de su estado, al parecer alguien vivía entre los pisos inestables del Campoamor, alguien que ayer murió aplastado por el peso de la decadencia social, alguien que, al igual que los muertos y heridos – de número aún no determinado – del otro derrumbe que hace poco más de una semana acabó con otro inmueble habanero, no será contemplado entre las víctimas de la política sino de la casualidad.

La Habana se nos viene abajo, como el Campoamor, y por desgracia, no se trata de una simple metáfora.

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2 comentarios:

Maria Gonzalez dijo...

Hace falta que se venga abajo lo que causa la desidia; lo demas lo iremos reconstruyendo poco a poco.

Tenchy Tolon dijo...

Wichy, otra vez caminando La Habana de la mano de tus palabras... Toña y su abuela-monumento amiga de mi madre, el Buendía una referencia imprescindible, y el Campoamor... un Arte "Nuevo" en sus propias Ruinas. Un abrazo....