Ahora que llegó el siglo de Lezama Lima, reaparece entre los archivos de la memoria aquel amigo del barrio, el alucinado fotógrafo de estirpe japonesa y mestiza que tantos buenos momentos me regalase en aquellos años de la peor crisis económica, con su no menos alucinada esposa, sus viejas imágenes en blanco y negro de monstruos sagrados, sus historias, su hambre y sus fantasmas. En aquel pequeño apartamento de pasillo interior, al que llamaba cariñosamente “el cuchitril de Marianao”, transcurrieron decenas de tardes buceando entre los mejores y peores recuerdos del decenio gris, escuchando curiosas cintas con voces desconocidas hablando de temas conocidos, y casi siempre bordeando el sepulcro revuelto de mi maestro espiritual, Virgilio Piñera, a quien nunca conocí en vida, pero que personas como Chinolope se encargaron generosamente de reconfigurar para mí.
La mirada del chiflado fotógrafo a la literatura y sus paladines siempre gozó de un ángulo sensorial, plástico, que superaba con mucho a cualquier análisis conceptual. Rezongaba por no haber recibido el crédito de su célebre instantánea de Lezama en la película Fresa y Chocolate, pero también regalaba copias de sus más famosas fotos a personas que recién conocía, sin cobrarles un centavo.
Chinolope no sólo había retratado a los grandes escritores, sino que lo había hecho cuando casi todos los demás fotógrafos declinaban esa posibilidad, cuando muy pocos se arriesgaban a compartir con aquellos viejos genios rebeldes a causa de la marca roja que el gobierno les había puesto en las espaldas, a modo de castigo por la irreverencia política, por escribir cosas raras, o bien por ostentar descaradamente ideas religiosas o peor aún, la satanizada homosexualidad setentera. La fidelidad con aquellos marginados lo llevó repetidas veces a la sala de interrogatorios, a las golpizas segurosas donde siempre un gorila revolucionario rompía su nariz mientras le gritaba: “¿Eres maricón? ¡Si andas con esos maricones tú también eres maricón!...”
Para cuando conocí a Chinolope ya había pasado más de una década desde la muerte de aquellas reliquias maltratadas. Le enseñé a montar bicicleta en mi cuadra, poco antes de que consiguiera su Forever 26 – aún entre las bromas de vecinos: “¡Coñó, un chino que no sabe montar bicicleta! – y él a cambio me daba acceso a tesoros como la grabación de Vinicio, hermano de Virgilio Piñera, en una conversación donde contaba la asesoría y reescritura que el maestro le hizo, clandestinamente, para componer el guión folletinesco de una radionovela, o bien un inagotable repertorio de anécdotas sobre la muerte del mafioso Joe Anastasia, el mal gusto literario del Che Guevara, la gula de Lezama o las ocurrencias de Virgilio, o me presentaba al viejo Hilario, el músico y compositor que había inspirado a Carpentier aquel personaje de Los pasos perdidos, y planeábamos todos una ópera con aires antropológicos que nunca llegamos a hacer. Todo un arsenal de ideas y remembranzas que mucho ayudaban a escampar la hambruna y la desesperanza que tanto golpeaba a nuestra Habana a comienzos de los noventa.
Una de las historias que más me gustaba, y que el chino me hacía a menudo sin recordar que ya me la había contado varias veces, era aquella del conocido retrato de Piñera en su sillón, con el paraguas, y en la que el dramaturgo mayor le decía: “Esa foto no va a salir. Estás en contra de la luz, y no se puede ir en contra de la luz”. Chinolope reía siempre que rememoraba su respuesta: “Ah, Virgilio, estate quieto, que aquí el fotógrafo soy yo”.
Ahora que todo parece olvidado, cuando los mismos que hace décadas aplastaron a los genios hoy les fabrican homenajes por todo lo alto, y entre los que reciben la Medalla Conmemorativa Centenario de José Lezama Lima figura el inofensivo demente Chinolope, ahora que se vuelve a comercializar la obra de aquellos héroes silenciados, y hasta un hotel en zona turística vedada lleva el nombre de la obra maestra de Lezama, no puedo dejar de pensar en aquel poema piñeriano de cierta isla en peso, aquel poema que el fotógrafo descendiente de japonés y mulata siempre citaba con algún inconveniente brillo en el lagrimal:
(…) Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes (…)
Quizás todo se reduzca a aquella idea de que, a largo plazo, nadie puede ir en contra de la luz.
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2 comentarios:
Sentido homenaje a quien merece. Gracias Wichy, escribe más sobre tus vivencias con estos personajes únicos de la fauna cubana... no hay que olvidar, nada. Tenchy
Excelente post, as usual.
Como tambien me alegro de haber vivido parte de esas anecdotas con chinolope y recuerdo a su esposa creo se llama Esperanza, no estoy muy segura pues ha pasado mucho tiempo, lo que si jamas me biese pasado por la cabeza es que el nombre de chinolope volviera a ocupar un espacio en la prensa cubana.
Y que poema!!!!!!!!
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