lunes, marzo 29, 2010

La política cómica.

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Desde los tiempos en que Ricardo de la Torriente usaba a su personaje Liborio para mofarse de politiqueros y manganzones, los intelectuales cubanos - aquellos con sentido del humor y sentido de la historia - nunca dejaron de usar el chiste como alivio ante el enojo que desencadena la impotencia. Jorge Mañach lo hacía notar en su Indagación al choteo, en 1928, viendo precisamente a este recurso, el choteo, como un “muelle para resistir las presiones políticas demasiado gravosas y de válvula de escape para todo género de impaciencias”, y de la misma manera en que el pueblo cubano ha empleado el pitorreo - chucho, cuero, cuje - para relajar tensiones cuando las crisis no dan para más, tampoco los intelectuales y humoristas han renunciado al viejo recurso del choteo, incluso cuando han tenido que pasar por sobre los mecanismos de censura a golpe de imaginación.

Si bien antes del castrismo hubo control y censura en los medios, las herramientas para ejercerlo solían ser más obvias, y acaso un tanto más permisivas. René de la Nuez cuenta como el censor del periódico Zig-zag le prohibía usar el dibujo de la ruta 30 - que iba para el reparto Sierra Maestra - conflicto que el caricaturista solucionaba cambiando el cartelito de 30 por el de 25+5, y el corrector (por burro o por camaján), se lo dejaba pasar. Ya en la época fidelista se refinó el mecanismo de revisión las 24 horas, siete días a la semana, y sólo con mucha sagacidad fue posible usar el choteo en contra del sistema, al menos en los grandes espacios de comunicación (radio, televisión y prensa plana), porque en los espectáculos humorísticos para teatro o cabaret, o en la literatura misma, a partir de los noventa se permitió un margen mucho mayor de burla hacia el gobierno, quizás por considerarlos comparativamente menos pesados para el conteo de espectadores, y de hecho, una buena válvula de escape para las iras populares. La crudeza con la que se presentan en vivo humoristas como Otto Ortiz y Anael Granados, o la irreverencia de una narrativa como la de Eduardo del Llano, de ninguna manera son transportables al esquema de la televisión nacional.

Cuando Ramón Fernández-Larrea, en El Programa de Ramón, de Radio Ciudad de La Habana, a finales de los ochenta, recreaba episodios de la novela Los conquistadores del Fuego, llena de asociaciones locales, la caricatura de “los hombres del pelo azul” que hablaban con acento oriental se volvió una de las primeras transgresiones a la ordenanza institucional que establece no tocar a los policías - por extensión al brazo castrista de la ley - ni con el pétalo de una rosa.

Ya para el 2001 aparece ¿Jura decir la verdad? en la televisión, luego de infructuosos intentos por reponer un remake fiel de La tremenda corte - Trespatines quedó como Chivichana con demandantes distintos - siempre que los censuradores nunca dejaron de ver al clásico programa radial de Castor Vispo como un enemigo de la revolución, y los creadores de esta nueva versión (entre ellos Gustavo Fernández Larrea, hermano de Ramón), aprovecharon sin embargo el contexto aparentemente republicano para ir inyectando bromas muy agudas sobre temáticas de actualidad. No hacía falta vestir de policía moderno al Cabo Pantera, si toda su leyenda encajaba a la perfección con el perfil del Ministerio del Interior.

Otros humoristas inteligentes, como Nelson Gudín y el personaje del Profesor Mentepollo que en su show ha sido encarnado por el comediante Carlos Gonzalvo, propiciaron un látigo al estilo irónico y de sátira punzante de Marcos Behmaras, pero pocos momentos de profundidad crítica al aire resultaron tan efectivos como en un libreto de Baudilio Espinosa para ¿Jura decir la verdad?, en el que el pillo Chivichana convertía al solar en un centro turístico al cual ya no podían entrar más sus propios habitantes. Los policías del cabo Pantera se cambiaban a trabajadores turísticos y parodiaban aquel eslogan del campismo popular: “Haga frío o calor, el turismo es lo mejor”. No creo que los controladores en la cúpula del ICRT captaran la incisiva crítica a un sistema en el que los valores se han subvertido al punto de que muchos jerarcas del MININT se volvían gerentes corruptos, mientras sacaban al pueblo de los espacios que por derecho le pertenecían.

Aquel choteo que, según Mañach, no es otra cosa sino un “prurito de independencia que se exterioriza en una burla de toda forma no imperativa de autoridad”, nunca ha dejado de ser un recurso vivo para los artistas e intelectuales cubanos. Este ha sido, y sigue siendo, un ejercicio de protesta y resistencia todavía no muy bien reconocido ni valorado en su justa medida, y que en el ámbito nacional, por su alcance mediático, ha hecho mucho más que los reprimidos intentos directos de disidencia y oposición.

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1 comentario:

Jorge Ignacio dijo...

El humor ha sido utilizado por la dictadura como válvula de escape, en el teatro, claro, porque el teatro es un hecho efímero. allí la gente se ríe y "despeja" la mente. Buena reseña, Rodrigo. Siempre te leo con interés. un abrazo.