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Nosotros nunca tuvimos subway. Cuando éramos educandos de la Unión Soviética se habló de planes para construir un metro habanero. En el 78, tiempo de activa propaganda en espera del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, la prensa dio detalles muy optimistas acerca de una red futura de líneas subterráneas, y las obras comenzaron a ojos vista, pero al final todo quedó en agua de borrajas. Dicen unos que por la caída del campo socialista y la pérdida de toda subvención, dicen otros que el proyecto nunca fue serio, que se trató de una cortina de humo para fabricar túneles antibombas en una época de paranoia con los SR-71 – la teoría se sustenta en que incluso hoy pueden verse los respiraderos construidos, y son demasiado pequeños para un metro – y no falta quien achaca el fiasco a una mala exploración geológica, y a la ulterior inviabilidad del proyecto debido al duro subsuelo habanero.
En cualquier caso nos quedamos sin nuestro tren subterráneo. Por unos años nos las arreglamos con las guaguas convencionales, sin que a nadie se le ocurriese la posibilidad de un metro aéreo como el Miami Trail en una ciudad que, aún sin expandirse, aumentaba su población a pasos impublicables.
Claro que, al pegar duro la crisis de los noventa, y bajar hasta un 75 % el parque de ómnibus capitalinos, alguien tuvo que ponerse a barajar alternativas, y nació el más pintoresco y monstruoso engendro del transporte nacional en toda su historia: el camello.
Eufemísticamente llamado Metrobús, en la práctica era – o es – un tráiler donde, bien apretados, cabrían unas trescientas personas. El “camello” con sus jorobas de metal sirvió para aliviar el desplazamiento de gente humilde y no tan humilde, al principio con un modesto pasaje de veinte centavos. Luego fue mutando hasta convertirse en un mal necesario conque moverse por las arterias habaneras, el monstruo que esperabas durante horas bajo el sol impúdico del verano y que de alguna manera helenística te tragaba, junto con otros cientos de viandantes, en una argamasa de axilas sudorosas, aire hirviente y carteristas profesionales que surfeaban con total impunidad en torno a tus pelados bolsillos.
La primera parada del camello podía volverse una batalla campal, empujones, golpes sin origen definido, muchachos de secundaria trepando por las ventanas… pero el resto del recorrido dejaba chiquita a cualquier aventura de Indiana Jones. No olvidaré jamás aquella tarde en la que me encontré, dentro de un camello M-4, con uno de los directores de cine más prestigiosos del país. Iba a cubrir el tramo entre Coppelia y el ICAIC, es decir, una veintena de cuadras desde La Rampa hasta 23 y 12, pero sólo pudo bajarse mucho más allá, pasado el puente Almendares, debido a una bronca tumultuaria que taponeó la puerta de salida, una pelea que había empezado, según supe después, por una señora que le entró a carterazos a un tipo que, aparentemente, se había apoyado en su prominente busto, y que en verdad sólo estaba perdiendo el conocimiento y sosteniéndose en pie como podía. La señora del desmayado respondió con verdadero ahínco a la agresión y a partir de ese momento los gaznatones volaron en todas direcciones, volviendo el vientre del camello en una tribuna de hooligans.
Años más tarde conté esta historia en una ciudad extranjera, y alguien me hizo una pregunta que me conmovió, sobre todo porque hasta ese momento no había reparado en su significado. Me dijeron: “¿…y qué hacía montado en esa cosa uno de los directores de cine más prestigiosos de tu país?
Hubiera querido decir que estaba recopilando experiencias para un futuro proyecto fílmico, dejando su carro en casa para contactar con la gente del pueblo, pero habría sido deshonesto. Así que sólo atiné a contestar: “Imagínate… nunca tuvimos subway”.
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¿Quién dice que el comandante jamás se ha subido a un camello?
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miércoles, abril 29, 2009
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