Todo eso parecería historia antigua, anécdota de los años ochenta con sus mitines de repudio, si no fuera porque hace apenas horas, principiando ya la segunda década del siglo XXI, en Baracoa, Guantánamo, una niña era llevada por sus padres, ambos miembros de las tristemente célebres brigadas de respuesta rápida, a repudiar con violencia a unos disidentes. Como en los viejos ochentas, la turba arremetió contra la casa de los “mercenarios al servicio del imperialismo” que habían puesto una bandera y un cartel, repudiando en silencio a la dictadura. La niña recibió parte de las piedras y botellazos que volaron destrozando ventanas, y salió herida del encuentro, sangrando gracias al heroísmo de sus padres, integrantes activos del pelotón asignado a reprimir a los cinco opositores pacíficos.
Por supuesto, las autoridades revolucionarias trataron, en primera instancia, de culpar a los disidentes de lo ocurrido a la niña, pero como lo de las piedras y las botellas había sido idea de ellos, los revolucionarios, al final se tuvieron que conformar con encauzar a los apátridas por “alteración del orden”, es decir, que los activistas hicieron un tremendo escándalo público al pararse calladitos delante de una casa con la bandera cubana.
Este mismo gobierno muchas veces critica a los ejércitos que involucran menores en sus acciones bélicas. A nosotros, desde pequeños nos enseñaban preparación militar, nos adiestraban para disparar con ametralladoras y tirar granadas, y por lo visto, la mala costumbre de incitar infantes a agredir en nombre de la patria, no ha desaparecido del todo. Una niña de Baracoa ya sufrió las consecuencias del odio que sus padres trataron de inculcarle.
Esos padres ya cumplieron aquel viejo sueño de ser como el Che.
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