Por alguna razón, el reencuentro con mi única hermana, después de diez años de distancia, tuvo como epicentro el antiguo territorio maya. Ella, mi cuñado y mis dos sobrinas, botando la casa por la ventana viajaron desde Canadá hasta encontrarnos todos - también con mi esposa e hijo - en la paradisíaca Riviera Maya de Quintana Roo.
Mi cuñado quería ver pirámides y, acaso dominado por los recuerdos de una Cuba mexicanizada en el Cine del Ayer de los mediodías setenteros, también quería ver mariachis en vivo; una mezcla, en verdad, difícil de conquistar en estado puro, y si bien la primera propuesta fue pernoctar en Ciudad México, muy cerca de Teotihuacán y con muchos establecimientos con mariachis más o menos jaliscienses, al final venció el temor a los secuestros y la manada de Marianao terminó aterrizando en el aeropuerto de Cancún un cálido día cualquiera de febrero.
No creo que para alguien que en su propio país jamás soñó con pisar Cayo Coco, ni dormir así fuera una breve siesta en el Meliá de Varadero – y no por pobre sino por nacional – fuese un sueño tangible pasar unos cuantos días en un Resort de la Riviera Maya. La luna de Cancún, hasta la semana pasada, había sido para mí apenas una canción cursilona que sonaba mucho en La Habana de los ochenta.
No obstante, ni siquiera la obscena comodidad del hotel, o la playa de postal – quizás el punto más cercano a Cuba en el que hayamos estado últimamente – podría compararse con el goce espiritual de recorrer Chichén Itzá. Los mariachis nunca faltarían, tratándose de una zona turística, pero nada como un paseo por la ruta arqueológica para distender los músculos al paso despacioso de los siglos.
El antiguo imperio maya, a pocas horas de camino de la Riviera, se levantó de pronto ante nuestra vista con toda la magnificencia de sus ruinas, de sus indios vendiendo suvenires y de los dilatados años de sabiduría astronómica precolombina. Aunque comparada con la pirámide del sol, de Teotihuacán, la pirámide de Kukulcán parece más bien pequeña, tiene sin embargo el encanto de su perfección arquitectónica, de sus solsticios y equinoccios donde aparece la sombra del cuerpo de una serpiente hasta la cabeza de ídem posada en la base, y al menos para una mermada capacidad de asombro como la mía, pocas cosas hay como el efecto acústico portentoso que hace sonar un canto de quetzal cuando se pegan palmadas delante de sus escalinatas.
La familia marianense se coló asimismo, junto con la oleada de turistas de piernas y caras pálidas, en el Juego de Pelota – el Tachtli donde al final se sacrificaba al campeón como un premio inconmensurable – sin dejar de plasmar constancia gráfica del Templo de las Mil Columnas, el Observatorio o el Cenote Sagrado. Todo un compendio de imágenes y sensaciones que hasta el momento habían sido sólo patrimonio de la imaginación, de las estampas en los libros y los cuentos de gente conocida que ya había tenido el privilegio de pisar aquellas hectáreas de tierra sagrada.
Muy pocos lugares del mundo, además, habrían sido tan buenos como este para disfrutar el reencuentro entre parientes separados tanto tiempo por la política y los caprichos de su gobierno. La espiritualidad de Chichén Itzá nos devolvía una buena parte de la casi perdida fe en la razón humana, que es también la fe en la libertad y en el amor filial.
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Mi cuñado quería ver pirámides y, acaso dominado por los recuerdos de una Cuba mexicanizada en el Cine del Ayer de los mediodías setenteros, también quería ver mariachis en vivo; una mezcla, en verdad, difícil de conquistar en estado puro, y si bien la primera propuesta fue pernoctar en Ciudad México, muy cerca de Teotihuacán y con muchos establecimientos con mariachis más o menos jaliscienses, al final venció el temor a los secuestros y la manada de Marianao terminó aterrizando en el aeropuerto de Cancún un cálido día cualquiera de febrero.
No creo que para alguien que en su propio país jamás soñó con pisar Cayo Coco, ni dormir así fuera una breve siesta en el Meliá de Varadero – y no por pobre sino por nacional – fuese un sueño tangible pasar unos cuantos días en un Resort de la Riviera Maya. La luna de Cancún, hasta la semana pasada, había sido para mí apenas una canción cursilona que sonaba mucho en La Habana de los ochenta.
No obstante, ni siquiera la obscena comodidad del hotel, o la playa de postal – quizás el punto más cercano a Cuba en el que hayamos estado últimamente – podría compararse con el goce espiritual de recorrer Chichén Itzá. Los mariachis nunca faltarían, tratándose de una zona turística, pero nada como un paseo por la ruta arqueológica para distender los músculos al paso despacioso de los siglos.
El antiguo imperio maya, a pocas horas de camino de la Riviera, se levantó de pronto ante nuestra vista con toda la magnificencia de sus ruinas, de sus indios vendiendo suvenires y de los dilatados años de sabiduría astronómica precolombina. Aunque comparada con la pirámide del sol, de Teotihuacán, la pirámide de Kukulcán parece más bien pequeña, tiene sin embargo el encanto de su perfección arquitectónica, de sus solsticios y equinoccios donde aparece la sombra del cuerpo de una serpiente hasta la cabeza de ídem posada en la base, y al menos para una mermada capacidad de asombro como la mía, pocas cosas hay como el efecto acústico portentoso que hace sonar un canto de quetzal cuando se pegan palmadas delante de sus escalinatas.
La familia marianense se coló asimismo, junto con la oleada de turistas de piernas y caras pálidas, en el Juego de Pelota – el Tachtli donde al final se sacrificaba al campeón como un premio inconmensurable – sin dejar de plasmar constancia gráfica del Templo de las Mil Columnas, el Observatorio o el Cenote Sagrado. Todo un compendio de imágenes y sensaciones que hasta el momento habían sido sólo patrimonio de la imaginación, de las estampas en los libros y los cuentos de gente conocida que ya había tenido el privilegio de pisar aquellas hectáreas de tierra sagrada.
Muy pocos lugares del mundo, además, habrían sido tan buenos como este para disfrutar el reencuentro entre parientes separados tanto tiempo por la política y los caprichos de su gobierno. La espiritualidad de Chichén Itzá nos devolvía una buena parte de la casi perdida fe en la razón humana, que es también la fe en la libertad y en el amor filial.
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Es como si, después de palmotear delante de la pirámide, y escuchar con arrobo el misterioso canto del quetzal, uno llegase a creer que todo es posible, que no es quimera imaginar que un día de solsticio o equinoccio pudiera crecer el cuerpo de una serpiente sobre el mar Caribe, y todos pudiésemos llegar así hasta La Habana, a festejar los seculares lazos de sangre con el resto de la familia marianense.
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3 comentarios:
Todavia me parece mentira haber sido parte de esa aventura. Demasiadas cosas buenas sucedieron, especialmente nuestro encuentro.
Definitivamente se repetira.
y de nuevo oscar espinoza chepe el mas burdo,grosero y menos disimulado de los agentes de castro nos anuncia los próximos cambios en cuba en cumplimiento del designio popular ( claro está ),misión que comparte con la bien querida yoani sanchez.(miriam mier para sus amigos)
ahora el tiranosaurio con el agua (también pudiera ser la soga ) al cuello quiere volver a permitir por un tiempo los negocios particulares ,claro esto hasta que le de su reverenda gana.como hizo con los paladares y los mercados agropecuarios.
vean aquí la grosera manipulación del asunto en complicidad con GRANMA que dice haber recibido misivas de lectores apoyando el hecho.
cubanos chupémonos todos el dedo la patria lo necesita.
link: http://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/columnas-de-opinion/story/655293.html
Muy bella crónica sobre el dolor de la separación familiar y los reencuentros que a veces se dan y otras, tristemente, no. Mi mujer, esapañola, estuvo en la Rivera Maya hospedada en uno de esos resorts y no porque fuera precisamente rica en dinero. Sino porque, como trabajadora común y corriente, se lo pudo pagar. Al menos ella tuvo esa posibilidad, porque nosotros en Cuba, como bien dices, Rodrigo, no podíamos ni pisar las zonas turísticas ni los hoteles porque nos echaban de allí.
Por eso, aunque lo respeto, no entiendo cómo un cubano que fue denigrado en su país se atreva a ir de vacaciones a esos apartheids turísticos como Cayo Coco y los demás paraísos secuestrados por la dictadura.
Hay muchos lugares para visitar en el mundo. Encuentro una total incoherencia gastarse el dinero que trabajamos en las intalaciones de la isla.
En fin, cada cual lleva la vida como puede.
Esta crónica, histórica por los cuatro costados, demuestra la cruel separación familiar a la que nos llevó la dinastía Castro.
Un abrazo fuerte, Rodrigo, y sigue narrando estas vivencias para que la memoria perdure, porque el tiempo es capaz de borrarlo todo.
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